Patria, carta de entrañas amorosas, He subido a las alturas erizadas de tu nombre, He llegado a duras penas a sus agudas notas, Allí donde se hace grito congelado Como el dolor en los labios de un hombre herido. Llegué, vi y dejé Intactos tus cerros, No quité nada a tu cielo. Sólo grabé mi nombre En su corteza de aire. Llegué para clavarme En las espinas de tu altura, buscándote El secreto, la flor, la maravilla. Subí a tu cielo azul como a un campanario Y no encontré lo dulce que de ti buscaba. Anduve por tus calles blancas, Comprobé sus techos rojos, mordí la pureza De tus árboles. Y tus piedras, como todas Las alas, fieles a su trabajo, Me golpearon, Y no encontré, no vi, no hallé La chispa de mi búsqueda. Pero, de pronto -ciego, Ciego de mí-, me cosquilleó una mano, Suave como un suspiro, Tenue mano de nube derretida: era el hombre, Era el hombre que venía convertido en amigos, En pellejos de llamas para la noche dura, Con ponchos y frazadas para un mejor mañana (Que no es lo mismo que decir buenas noches). Y fue el mote del día siguiente, Y el queso nieve abierta en pecho tierno, Y el disculpen hermanos la pobreza, Fue lo que me condujo al borde mismo del sollozo. Y quise no seguir buscando más. Me parecía todo revelado. Pero surgió la clara Dulzura de Graciela Eucalipto Ordeñando las ubres de la noche Para la sed infinita de mi amor desierto, Ordenando a mis ojos la admiración y el éxtasis Para su doble calma de manantial sin ruido. Todo sonaba a gusto de cereza: El agua, el cardo, la totora, el cerro. Y nuevamente y otra vez seguí buscando Otras dulces bellezas, más altas hermosuras: Y así aprendí a empinarme a tus alturas Para coger la mano del tiempo detenida En cada flor o piedra o lluvia sin reposo. En tus alturas, Patria, tramonté El recuerdo de mi obrero: Por ese sufrimiento de las manos mordidas, Del dolor y la angustia Del caer desde siglos de sudores sin premio. Y en tu espacio me vi pequeño, ínfimo. Esas alturas no eran Para mi escuela ausente de epidermis oscura, De pulmones ajados Por la cruda fiereza del humoso cemento. Pero subir a tu nombre, Patria, es beber el cielo. Y fui a enmendar mi adusta permanencia en la sombra. En tus alturas todo era claro. Pero también todo era helado. Desde tu piel de piedra, pasando Por el mote pelado hasta el ardiente Cañazo (y del aguijón Del agua ni se diga) todo era frío. Todo era frío menos los ojos vistos o vividos En fogones tiernísimos alimentando el trago Calientito, en la fría madrugada Del toro-velay “que morirá mañana”. Todo era frío menos el llanto Del arpa, del wakrapuko Y el violín que volaba sus cuerdas En medio de la noche, Aleteando un poncho de calores Para el baile redondo De corazones hambrientos (tal en el día Vi avegar al cernícalo En la penumbra del totoral Hurgando alas menudas). Perú, carta escondida, Recién allí en la historia De mi amor ardió tu nombre, Como un llanto de fuego llegó a enriquecerme: Yo no tengo palabras sino mundos Metidos del dolor al dolor: Porque no todo es risa En ti, Perú, si hasta tu nombre Tiene más cicatrices que la vida; y sabes, Perú, Que no todo sufrimiento es pena dolorida, Pero sabes también por tus heridas Que si el dolor es pena pero pena vivida Es un anuncio opaco, Pero anuncio al fin y al cabo De nuevos, bellos, buenos o mejores días.
Blog personal de poesía y literatura: Aquí quiero entregarles las tradiciones y costumbres de mi tierra, poemas de mi autoría y sobre todo noticias de importancia acontecidas en la Capital de la Hospitalidad.
Julio Carmona: Canto desde tu nombre
10 septiembre 2011
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