La Consuelo estaba en un rito extraño, sentada en la banca, frente a la mesa, sostenía cinco cigarrillos encendidos entre sus labios, exhalaba humo y repetía:
-¡Te engaña hija, te engaña!
-¡Te engaña! – repitió La Consuelo encendiendo sus ojos locos.
-¡Me engaña! – gritó Maruja conmovida al tiempo que se asustaba de los ojos locos que anunciaban violencia. La Consuelo cerró los ojos y los volvió a abrir grandes, diabólicos, para volver a decir:
- ¡Te engaña, te engaña!
Maruja ahora lloraba. Más que el anuncio de la infidelidad conyugal lo que la hacía llorar eran los ojos asesinos de La Consuelo que la sumergían en un estado de terror.
Al día siguiente, cuando Braulio se preparaba para desayunar se apareció en esa casa el diablo. Transformado en gato se apareció en el marco de la ventana con una mirada aterradora. Braulio quiso escapar de la habitación pero la única puerta de escape se trancó sin razón alguna. El demonio entonces le encendió la mirada irradiando maldad y Braulio se arrodilló en el suelo para pedir perdón y gritar de pánico: ¡Nooooooooooo!
Maruja logra abrir la puerta y encuentra a su marido en el suelo con los ojos cerrados de terror pero el gato ya no se encontraba en la habitación.
-Esto te ha sucedido porque me engañas – le dijo Maruja
-Braulio tomó su maletín de cuero y salió como enajenado, corriendo, corriendo.
- El diablo, hijito, el diablo –le repitió Maruja.
Todas las mañanas Maruja hacía con su mano y su brazo la misma figura para entregarle la moneda de cincuenta centavos a su hijo. Mete los dedos en el monedero para rebuscar con ellos y pescar la moneda mediana. Mueve el brazo haciendo un arco que nace en el monedero y termina en la palma de la mano de Marlo. Este mete los cincuenta centavos los guarda en el bolsillo del pantalón y desciende del edificio con rumbo al colegio. Esa mañana los pisos del edificio lucían limpios, el guardían se había esmerado en la limpieza. Siempre lo veíamos limpiar los corredores de los cinco pisos con aserrín y kerosene.
En la puerta del edificio amanecía gente que venía de la sierra. Se sentaban en la grada de la puerta de la agencia de ómnibus. Algunos, a su vez, sentaban en sus faldas a un carnero o a una gallina y los bultos ocupaban todo el espacio de la vereda. Los taxistas se los llevaban de a tres o de a cuatro. Sentaban primero a los pasajeros luego les ponían encima los bultos y los animales.
Los taxistas se aprovechaban de los recién llegados que no conocían Lima y les cobraban por la carrera cuanto querían. Algunos que se quedaban sentados en la grada de la puerta de la agencia abrían sus fiambres para descubrir cancha, mote, habas y cuy. Vestían varias prendas superpuestas. Sus pantalones terminaban en sus canillas y eran sostenidos en la cintura por una pita o soguilla. Marlo pasaba frente a los pasajeros. Traían el olor de la sierra. Olor puro y natural allá en las alturas pero que cuando llegaba a Lima se descomponía.
En la esquina de esa calle comenzaba la calle de los chinos con su diversidad de negocios: artefactos eléctricos, garajes, chifas, dentistas, imprentas, hoteles. Por esa calle se desplaza una mancha de uniformes color caqui que se dirigían a la escuela fiscal. En la esquina divisan al profesor Ríos y todos apuran el paso haciéndose los puntuales. Todos se veían pero no se hablaban entre ellos. La señorita Ballero, una profesora de más de 75 años de edad, venía atrás de la mancha de uniformes color caqui. La veterana caminaba firme y segura. El profesor llegaba a la fachada del colegio, sube la grada, gira rápidamente y levantaba el brazo para saludar a sus colegas con su manazo. Los alumnos del Quinto Año que conocen esa mano sentían escalofríos.
La escuela huele familiar: cuadernos, borradores, lápices tajados, huevos duros, galleta de soda. Eran las 8 de la mañana. El Director acerca un ojo a la mica del reloj pulsera y distingue los números con dificultad.
-¡Empezar! –gritó el gordo Director haciendo temblar la escalera de madera que lo llevaba al estrado, un tembleque tabladillo.
-El profesor Ríos dio la voz:
-Uno, dos, tres…….
Los alumnos de todas las secciones hacen retumbar el patio con las notas del himno nacional:
-¡Somos libres, seamos, seamos, seamoslo siempre!
Sus caras parecían poseídas por el demonio cuando cantaban el himno nacional. Las formaciones de la las secciones se hacían desde el más pequeño, adelante, hasta el más grande, atrás.
El Dávila era el más alto. Se cuadraba al fondo con su insignia de policía escolar, reluciente. Los chiquitos no respetaban su autoridad. Lo llamaban Niño viejo. El profesor Ríos desde el estrado controlaba a todas las cabezas del Quinto Año. Conocía todos los cortes de pelo. Sabía a quién pertenecía cada cabeza.
Terminado el himno nacional los alumnos se dirigían a los salones de clase. Los del Primer Año se instalaban junto a la Dirección del colegio. El Director entra primero al salón del Primer Año para darle un chape a la señorita Norma.
-¡Pero Señor Director! –decía la Señorita Norma - Las babas se le chorreaban al gordo Director. Antes había ordenado a todos los alumnos cubrirse los ojos con las manos. Si observaba que alguien no cumplía con esa orden, antes de salir del salón de clase, les arrancaba las orejas. Eso era lo que sentían los párvulos como si les hubiesen arrancado las orejas. Los de Segundo Año tenían su salón cerca a los baños. Hasta allí caminaban llevando el mismo paso que la Señorita Ballero. Los del Tercer Año eran los más relajados. Se dirigían al salón que tenían en el segundo piso cantando, peleando, empujándose, tirándose pedos, escupiéndose. Al Chino Tang le proveían metidas de mano que le descontrolaban la cara. Al negro Dávila le tiraban papeles y desde el segundo piso le disparaban con su ligas y hasta con hondas. El profesor, del Tercer Año, era El teacher. El teacher llegaba al salón de clase primero. Se sentaba en su silla giratoria, apoyaba su cabeza en el escritorio y se quedaba dormido hasta la hora del almuerzo. Ese era el único salón alegre de la escuela. El profesor del Cuarto Año era Ballinger de Chicago. Ballinger llegaba a su salón, del primer piso y sacaba la lista de quienes no había guardado silencio en la formación. Uno a uno los llamaba a la pizarra y frente al pupitre los cacheteaba hasta dejarlos medio dormidos. Ballinger gozaba con el castigo a infligir. Sus ojos, cuando cacheteaba, se le tornaban rojos. Le salía espuma por la boca. Se ahogaba. Lloraba como si él fuese la victima. Todos los alumnos se miraban aterrorizados pero no decían una palabra. Estaba prohibido hablar. Ballinger regresaba para hablarles con los ojos y los volvía a golpear con un batón de cuero lleno de arena. Les paleaba las espaldas, las cabezas, los brazos, las piernas. Cuando infligía castigo, cerraba la puerta del salón con llave y con cada golpe propinado maullaba. Se subía en el pupitre para blandir su palo de cuero y amenazar con otra tanda de castigo. Cuando esto sucedía. Los alumnos se aterrorizaban en silencio. Nadie lloraba. Era extraño. Siempre sucedía el mismo abuso pero al salir del colegio todos olvidaban lo sucedido. Era una pérdida de memoria colectiva. Al día siguiente todo se volvía a repetir de la misma manera. Un día memorable Ballinger se olvidó de hacer la lista de castigados pero para no perder la costumbre hizo cerrar las ventanas y poner el pistillo a la puerta para comenzar nuevamente el castigo.
Esta vez Marlo le dijo que si no tenía la lista de castigados no podría castigarlos.
-¿Queeeeeeé? - Replicó Ballinger
-¿Queeeeeeeé? - Volvió a preguntar blandiendo su palo y dirigiéndose a la clase.
Seguidamente los alumnos se pusieron de pie y en coro gritaron:
-‘Diablo, diablo, diablo, diablo’- al tiempo que tamboreaban las carpetas con unos repiques negroides que hacían bailar sus traseros sobre los asientos. El miedo se había acabado y ahora todos gritaban eufóricos.:
- ¡Diablo, diablo, diablo, diablo!
Como el gato, que había desaparecido de la casa de Marlo. Ballinger desapareció de la escuela y nunca más fue visto.
Les llegó un nuevo profesor y nadie habló nunca de lo acontecido. Ahora hacen bulla como los del Tercer Año, que tiene a su cargo El teacher. Todos los días bailan al ritmo de su tamboreo en las carpetas y toda la escuela escucha el coro alegre:
-¡Diablo, diablo, diablo, diablo!
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