LA CASA
BLANCA
Mientras
camino por la acera observo con interés un lugar familiar y le digo
a mi acompañante en tono bajísimo como revelándole un secreto,
aquí viví de niña. Han corrido muchos años desde que me marché
con mi familia y mis diez años infantiles. El barrio que dejé llena
de tristeza, con la novedad del nuevo hogar y la llegada de muevas
aventuras, pronto pasó a engrosar la lista de mis olvidos.
He
recorrido incontables veces estas veredas sin que despertaran alguna
emoción especial en mí, que no sea apenas un vago recuerdo que se
moría con cada paso que me alejaba. Sin embargo, en esta tarde sin
sol, siento que es diferente; hay una fuerza irresistible en mi
interior que frena mis pasos y me obliga a detenerme.
El
lugar tiene aún la misma acera, el mismo cielo celeste y el mismo
olor a mar, pero está totalmente diferente. Hay un sin número de
casas apiñadas invadiendo aquella extensa pampa donde jugaban los
niños, aquella que recogía nuestras risas y cuyo terral nos
envolvía como caricias.
Pero,
para sorpresa mía, no son estas tiernas evocaciones las que me
tienen paralizada en esta acera de pasaje Olaya, sino otras que
fluyen a borbotones de mi interior, otras que estremecen mi alma y me
hacen recordar a la mujer que habitó y murió en la casita blanca.
Sin quererlo a ella se dirigen todos mis pensamientos.
Al
fondo de la explanada, ahora detrás de esos techos incontables, se
levantaba la casita blanca. Me parece ver sus paredes despintadas, su
techo de esteras y su apariencia gris y sombría.
De
allí salía la señora Santa cada tarde, cuando corrían las horas
de nuestros juegos. A veces veíamos la fuente redonda en sus manos
cubierto con un mantelito verde, adivinando su contenido, deteníamos
nuestros juegos para aspirar el agradable olor de los dulces. Si
teníamos suerte, la fuente regresaba media vacía de la venta.
Entonces éramos nosotros los comensales que recibíamos de gratis
los postres, y los saboreábamos de prisa llenos de felicidad. La
señora Santa se sentaba luego con nosotros en el pampón, como otro
niño más en busca de compañía, entonces por unos momentos, con
ella hablábamos y nos reíamos de cualquier cosa. Sin importarnos
qué edad tenía, era para nosotros nuestra amiga de risas
momentáneas, y nuestra adorada dadora de dulces.
Cómo
adivinar entonces, que un mes después custodiaríamos como cachorros
guardianes y salvajes, sus últimos día de morada en esta tierra.
Por
qué nos referíamos al hogar de nuestra generosa amiga, como la
casita blanca si estaba lejos de serlo. No cuando la luna lanzaba sus
rayos blanquecinos, entonces sus muros oscurecidos por el tiempo
recuperaban su color original y brillaban sorprendiendo a pequeños y
grandes. La que no cambiaba era la puerta marrón, que de vieja por
momentos cedía y se estrellaba con fuerza hasta cerrarse de nuevo.
Y
hacía mucho viento en esos días, cuanto todo sonido de voz
desapareció por completo de la casa, cuando quedó sólo el
silencio, y cuando la furia de la puerta rota se hizo más violenta
porque no había mano que la cerrara. Y había extrañeza en nosotros
por la partida de la señora Santa. No había respuestas para
nuestras preguntas, sólo evasivas y una realidad evidente, que se
había marchado para siempre.
Nuestros
juegos no se detuvieron por ello, pero ya nada parecía lo mismo,
había una ausencia que nos lastimaba porque no lo comprendíamos.
Pasó dos y tres semanas, y cada vez la esperábamos menos, nuestros
juegos dejaron de detenerse muy seguido para verla regresar de nuevo.
La casita blanca fue dejando de ser el hogar de la señora Santa para
convertirse sólo en una casa abandonada que nos intimidaba de día y
nos hacía correr de noche. El viento más furioso que nunca tronaba
sobre la vieja puerta. A veces creíamos escuchar ligeros lamentos en
la casa, pero intimidados por los adultos, no nos acercábamos para
mirar adentro. Ojalá lo hubiéramos hecho, ojalá hubiéramos
entrado.
Éramos
niños, pero creo que mostramos más grandeza de corazón que los
adultos, el día que por casualidad nos enteramos que nuestra amiga
nunca iba a regresar porque jamás se había marchado. Asustados,
nuestros ojos miraron con desconcierto la casita blanca. Nuestra
amiga estaba dentro de aquel lugar que de pronto dejó de parecernos
fantasmal. Ella contagiaba nos decían, pero acaso nos importaba
saber de qué contagiaba. La señora Santa se encontraba en la casita
de nuestros tontos miedos, no nos importaba escuchar entonces una y
mil veces, que ella contagiaba.
Nos
sentamos sobre unos adobes frente de su puerta, como cachorritos que
cuidan la morada de su dueña, estuvimos allí muy quietos durante
dos días, acariciando en secreto las golosinas que le habíamos
comprado. En el primer descuido de los adultos, cansados de
vigilarnos, entramos corriendo a la casita blanca. A ese lugar que
los adultos temían entrar porque contagiaba, tuvieron que hacerlo
para sacar a la fuerza a los diez chiquillos malcriados que se
resistían a salir. Todos gritaban espantados, nosotros no dejábamos
de llamar y mover a la señora Santa para despertarla. Ella recostada
en su lecho, más niña que nunca, ya no pudo contestarnos.
Dos
días después la vimos cuando salió dentro de un ataúd pintado de
blanco. La seguimos para evitar que se nos escapara de nuevo. Esa
misma angustia que sentí entonces, la siento ahora, que al fin puedo
moverme y marcharme de esta acera.
Me
voy con dolientes recuerdos, me acompaña la vergüenza de haberlos
olvidado.
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