LA GALLINITA DE
GRANA
Cuando llegó a la casa de su dueña era
sólo una bolita de plumas amarillas que no cesaba de piar y piar
incansable. A medida que crecía, su mundo también crecía con ella.
Primero sólo fue una caja de cartón revestido de abrigador algodón,
luego una esquina de la cocina en el lugar más tibio de la casa,
después la cocina completa, y finalmente la casa entera, amplia como
humilde.
En ese trascurrir de tiempo, su cuerpo se
vistió de un brilloso plumaje multicolor y su cabecita se adornó de
una tímida cresta roja, pequeñísimo detalle que le ganó el
sobrenombre de «gallinita de grana», que recibió con evidente
presunción.
Desde el principio
detestó tomar posición del extenso corral porque odiaba su
silencio, prefería desplazarse por los ambientes de la casa, porque
era ahí donde le encantaba escarbar y esparcir el suelo de la
humilde vivienda, sus robustas patas en busca de piedrecillas
diminutas, o de algún gusanillo que saboreaba con escandaloso ruido.
Sí, ésta era su tarea de siempre, o casi siempre.
Porque su diversión
preferida era otra que le causaba estremecimiento y sin embargo no
dejaba de hacer. Segura de la cercanía de su dueña entraba al
dormitorio de los niños para interrumpir sus juegos, batía
como abanico sus alas y gritaba ¡Cocorocooo! ¡Cocorocooo! con
fuerza, a la espera de que los pequeños la persiguieran alejándola
del lugar; entonces con las alas abiertas y plumas erizadas por el
susto, corría despavorida en busca de su dueña, que se interponía
entre ella y los niños.
—¡Basta niños!,
dejen tranquila a la pobre gallina —decía la mujer—. Los niños
soltando risotadas inocentes regresaban a su cuarto a seguir jugando.
No pasaba mucho tiempo para que la gallina
volviera a lo mismo, y era tanta su insistencia que siempre conseguía
que los pequeños la persiguieran; protegida luego detrás de su
dueña, disfrutaba con la mirada picara la reprimenda que recibían
los niños. Cómo le agradaba fastidiar a los pequeños, y a ellos,
perseguir a la gallina, que con el tiempo se iba poniendo cada vez
más redonda y belicosa.
En los últimos días la gallina había
iniciado una nueva afición, en las noches claras cuando todos
dormían, batía sus alas en silencio y salía por la ventana
abierta, volando a casa de los vecinos y aún más lejos, picoteando
y trayendo en su pico, cualquier objeto entre suave y brillante que
le parecía útil. Dedicándose con ellos al trabajo laborioso de
armar su nido en un rincón del corral, que había dejado de odiar ya
que ahora necesitaba un lugar tranquilo y solitario.
Sucedió que uno de esos días, su dueña
tuvo que tomar una difícil decisión, su situación económica había
ido de mal en peor y sus recursos se habían terminado. Entonces
cogió a su gallina y la puso sobre la mesa, la miraba largamente,
indecisa. Intrigada la gallina preguntó:
—¿Querida ama que va hacer?
—Te voy a quitar la vida gallinita
—respondió apesadumbrada.
—Ud. que me ha cuidado de pequeñita, me
ha alimentado y me ha protegido ¿Me va a matar?
— Es que mis niños no tienen que comer
—se justificó avergonzada.
—Si es por ellos, no se apene querida
ama, puede utilizar mi carne para alimentar a los niños. Y sin decir
más, recostó su flácida cabecita sobre la mano temblorosa de su
dueña.
La mujer tomó el cuchillo y lo acercó al
cuello tibio de la gallina, de pronto algo incomprensible la hizo
detenerse; de sus ojos comenzaron a caer lágrimas que no lograba
detener. ¡Es sólo una gallina!, ¡las gallinas se crían para
comerlas! Se repetía insistente. Sin embargo, las lágrimas seguían
resbalando sin control por sus mejillas. Luego de un buen rato de
lucha se dijo: ¡No puedo hacer esto! y tiró la hoja de acero muy
lejos de sí.
Se sentó en su vieja silla, con la cabeza
gacha, con la angustia de no saber qué daría de comer a los niños.
—¿Querida ama por qué está llorando?,
—preguntó de nuevo la gallina—. Es bien conocido que ellas no se
caracterizan por su inteligencia.
—No tengo dinero para comprar alimentos
—respondió la mujer—, sólo tengo este miserable centavo que no
sirve para nada, y tiró la moneda que cayó cerca de las patas de la
gallina.
—¿Eso tiene valor para Ud. ama?
—Es moneda gallinita, se compran
víveres…, cosas —dijo la mujer.
—Yo tengo muchas de
éstas y aún más grandes —exclamó la gallina. Y abriendo sus
alas como perseguida por los niños, salió corriendo con torpeza
hacia el corral en busca de su nido.
La mujer acercándose
observó el lugar. Había una cantidad de pajas secas entretejidas
con mucho esmero, adornadas con hojas secas, pelusas, papelitos y
diversas fibras de colores, todas muy bien entrelazadas en una
laboriosa tarea, formando una corona blanda en un rincón del corral.
—¡Levante el nido! querida ama,
¡levántelo!
Obedeció la mujer
con incredulidad, levantó el nido que se alzó con facilidad. Ante
sus ojos, tapizando el polvoriento suelo, aparecieron discos
amarillentos y blanquecinos de diferentes tamaños con inscripciones
antiguas y símbolos extraños. La mujer tomó uno de ellos y quitó
el polvo que le cubría, su color dorado relució con fuerza, se
asustó al comprobar que estaba observando un pequeño tesoro.
—Gallinita de grana, ¿de dónde has
traído esto? —preguntó la mujer con asombro.
Quiso responder de prisa, pero se dio
cuenta de que no lo recordaba, dobló la cabecita hacia un lado para
concentrarse mejor, no dio resultado; la torció hacia el otro lado,
y nada; sus ojos parecían salírseles de las órbitas tratando de
recordar, pero era en vano, su débil memoria no le respondía.
—No importa gallinita —dijo la mujer
comprendiendo el esfuerzo, dando descanso al cuello tensionado de su
pobre ave.
Recogió las múltiples monedas y fue a
venderlas, como lo esperaba, recibió buena cantidad de dinero por
ellas, pequeña fortuna que logró invertir en un negocio, y se cuidó
de administrar con sabiduría.
La gallina continuó con su vida monótona
de siempre, de molestar y ser correteada. Hasta que un día, luego de
estar buen tiempo sentada muy quieta sobre su nido, vio aparecer
muchas cabecitas amarillitas que piaban sin cesar. «¡Los niños ya
pueden jugar tranquilo, nunca más volveré a molestarlos!», pensó
la gallina. Y abriendo las alas abrigó con inmensa ternura a sus
críos.
Los niños no pensaban igual. Luego de ver
las cabecitas en el nido, corrieron a su dormitorio con los ojos
inmensamente abiertos por el asombro. Esos polluelos latosos
crecerían pronto y entonces… ¡Oh, qué trabajo tendremos!
Dijeron, y lanzando risotadas inocentes continuaron su juego de
siempre.
Celia Ariza Mendoza
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