Por
Jorge Rendón Vásquez
La escritura, o la acción de escribir, es una actividad
común a todos los seres humanos que saben leer y escribir, desde el registro de
unos cuantos datos en una nota hasta la redacción de volúmenes íntegros.
En algunas ocupaciones, la importancia y la frecuencia
de la escritura es mayor, y sus reglas y técnicas se particularizan por su
complejidad. Son los casos de la práctica del derecho, del periodismo y de la
literatura.
Un abogado no podría redactar una demanda, un
juez, una sentencia; un periodista, una noticia; y un literato, un poema o un relato,
si no supieran escribirlos.
Pero, además, todos ellos deben tener algo que
decir.
Es imposible ponerse a escribir, a lápiz, con un
bolígrafo o con una computadora, sin saber lo que se desea expresar, con la mente
en blanco, esperando el golpecito de la varita mágica en la frente, aplicado
por alguna hada buena mientras revolotea sobre nosotros, mirándonos curiosa y
compasivamente.
Para los abogados y jueces hay siempre un
contenido: lo que piden o mandan, respectivamente; y para los periodistas
también: la noticia que llega a su conocimiento y “voltean”.
En cambio, los literatos de ficción, para tener
un contenido, deben inventar una trama y, si se proponen exponer un tema
trascedente, definir un mensaje o bosquejar un sentimiento o una pasión. Luego,
ya les es posible desarrollarlos a medida que los escriben para luego
corregirlos, modificarlos y hasta cambiarlos, casi siempre entregándose a un
duro, paciente y, por lo general, dilatado trabajo.
El quid de un escritor de ficción es, por lo
tanto, concebir un argumento y esbozar sus pasos principales que, según la
retórica clásica, son el planteamiento, el nudo y el desenlace. El nacimiento
de un escritor es imposible si no tiene qué contar; y puede considerarse
acabado cuando su imaginación ha cesado de retoñar tramas.
Me ha sido necesaria esta introducción para exponer
mi punto de vista sobre la novela “Contarlo todo” de Jeremías Gamboa, a la que
por algunos bóviles móviles el poder
mediático le ha atribuido tanta importancia.
Es la historia de un joven mestizo de padres
provincianos, llamado Gabriel Lisboa que, en 1992, a los diecisiete años, siente
curiosidad por saber qué hay más allá del barrio popular donde vive con sus
tíos en Ate, y descubre “una ciudad tugurizada. A punto de caer al asedio de
los grupos subversivos de extrema izquierda; un inmenso y desordenado conjunto
urbano que casi por casualidad era la capital de un país prácticamente
ingobernable”. Ingresa a la Universidad de San Marcos. Pero se horroriza ante “las
paredes de la ciudad universitaria (con) inscripciones violentas en las que un
pulso agresivo llamaba a todos a emprender la lucha popular y la guerra de guerrillas
contra el Estado peruano”. Poco le importa al narrador, y a su médium Gabriel
Lisboa, que en esta Universidad estudien varias decenas de miles de estudiantes
que desdeñan esas pintas como expresión de minúsculos grupos aislados.
Su tío, mozo de una pizzería de Miraflores, lo ayuda
a postular a la Universidad de Lima a la que ingresa. En lo sucesivo, toda su
vida girará en torno a esta Universidad para jóvenes de las clases propietarias
y otros de modesta condición para quienes las relaciones con aquéllos pueden
tenderles los peldaños hacia el éxito profesional, sirviendo a grandes empresas.
¿De qué vive Gabriel Lisboa? De la benevolencia
de los tíos y de algunos giros de su madre desde el interior. La Universidad de
Lima le confiere un préstamo y luego una beca. Gracias a su inteligencia y
ganas de aprender, comienza a relacionarse allí con algunos jóvenes diletantes
que le permiten visitarlos en sus casas de ciertos barrios para gente con poder
económico. Eso le encanta, aunque luego tenga que retornar en bus a altas horas
de la noche a la casa de sus tíos.
Su ingreso al periodismo es posible por una
gestión de su tío ante el subdirector de una revista que viene a comer a la pizzería.
Gabriel Lisboa aprende el oficio y gana la amistad del director, Saúl Vegas, un
sujeto gordo y dinámico, que valora su interés y capacidad. Vegas ambicionaba
ser escritor de ficción hasta advertir que le sería imposible serlo, hallándose
capturado por el periodismo —se lamenta—, al que no abandonaba por cobardía.
Gabriel Lisboa va a trabajar luego en la revista
del diario La Industria (el Comercio). Allí asciende y gana la consideración de
sus colegas.
Y, entonces le salta la chispa: quiere hacerse
escritor y se da cuenta de que el periodismo no se lo permite: no le deja
tiempo ni tranquilidad para escribir ficción.
Mientras tanto, en la Universidad de Lima se ha
relacionado con un grupo de cuatro intelectuales con los que forma un grupo al
que llaman El Conciliábulo. Con ellos se entrega a la bohemia, al alcohol y a
la cocaína hasta caer desvanecido.
Para hacerse escritor renuncia a seguir
trabajando en el periodismo, y se empeña
en escribir, pero inútilmente. Las ideas no le brotan. No tiene nada de qué
escribir, aunque permanezca horas y horas frente a su computadora. Gana su vida
como jefe de prácticas en la Universidad de Lima.
Entonces interviene una enamorada, estudiante de
la Universidad de Lima e hija de un matrimonio rico que vive en Miraflores. Las
cosas van bien mientras permanecen en el ambiente universitario y ella, animada
por la expectativa del placer, acepta visitarlo en su cuarto de la urbanización
popular donde él vive. Esta situación se fractura cuando los padres de ella,
blancos y ricos que lo desprecian ostensiblemente por ser mestizo, lo invitan a
su casa de playa un fin de semana, donde rehúsan albergarlo, y lo dirigen a un
hotelucho de mala muerte en el pueblo. Gabriel Lisboa percibe el vejamen y
empieza a predisponerse mal con su enamorada que sigue viniendo a su cuarto a
hacer el amor insaciablemente sin que le interese la angustia que él vive por
no poder escribir. Rompe con ella y luego se da cuenta de que lo engañaba con
un hombre que hubiera podido ser su abuelo.
Gabriel Lisboa termina por entender que lo único
sobre lo cual puede escribir es su propia vida. Recién entonces comienza a
escribir su novela, como una gran crónica periodística, cuya técnica domina, y
no parará hasta terminarla.
Parecería ser que el título “Contarlo todo” y la relación
entre el periodismo y la literatura se originaran en el libro de Gabriel García
Márquez “Vivir para contarla”, que es la historia de Gabo desde la adolescencia
hasta los treinta años, de su paso por el periodismo y de sus primeras incursiones
en la narración. La diferencia estriba que con ese libro García Márquez
terminaba casi su ciclo de escritor, apelando a su nostalgia de una juventud
sin complejos, plena de optimismo y esperanza, y ya como un consumado maestro
en el oficio de narrador, en tanto que Jeremías Gamboa con el suyo comienza su vacilante
ciclo de novelista con un paisaje humano oscuro y pesimista.
La vida de Gabriel Lisboa es claramente la marcha
de un pequeño arribista, una suerte de producto juvenil de la década del
fujimorismo, de tono menor frente a Julián Sorel, otro arribista descrito por
Stendhal en su novela “Rojo y negro”. No se sensibiliza para nada con la
miseria social de la que procede. Al contrario, la aborrece. Él ansía
insertarse en la cúpula de la sociedad, a pesar de que ella lo rechaza por su
origen y su mestizaje de caracteres indios, salvo cuando puede utilizarlo y a
condición de someterse ignorando la naturaleza y la significación de la
estratificación social. La novela describe algunos ambientes de esa cúpula como
escenarios limpios y naturales. Resulta normal, por lo tanto, que Gabriel
Lisboa adopte los patrones ideológicos de los intelectuales procedentes de las
clases acomodadas, a quienes glorifica como paradigmas.
Es verosímil que Gabriel Lisboa tenga como alter
ego a Jeremías Gamboa y que “Contarlo todo” sea una autobiografía.
Se entiende, por consiguiente, por qué una
editorial del sistema, como Mondadori, publica su libro “Contarlo todo” y por
qué Mario Vargas Llosa, un oficioso paladín del neoliberalismo, le dedica unas
palabras de compromiso, con las cuales recompensa, además, a Gamboa por haber
declarado en su libro que el laureado escritor es uno de sus maestros. No es el
amor al chancho, sino a los chicharrones. A la derecha económica le interesa
renovar el plantel de escritores aplicados al entretenimiento y a la alienación
de los lectores, con cierta dosis de novedad, y, lo que es más pernicioso:
modelar los gustos e inclinaciones de los jóvenes, ya obnubilados por los estereotipos
del cinematógrafo, la televisión y la prensa del poder mediático, mostrándoles
el género de vida de los actores de la novela como prototipos de modernidad.
(12/1/2014)
No hay comentarios:
Publicar un comentario