Por Jaime Quezada, escritor Chileno
Mañana de otoño, fría y tristísima. Muy temprano, antes de las ocho, y ensimismado en mi silencio y en mi abrigo, estoy entrando al Cementerio General de Santiago de Chile. Acompaño a la amiga y escritora Ester Matte Alessandri a un acontecimiento estrictamente laico, y sin embargo, algo religiosamente funeral: el traslado de los restos de Pablo Neruda de la tumba-mausoleo Familia Dittborn a la tumba-nicho del patio México, en la marginalidad norte del cementerio recoletano.
Mañana tristísima –digo- para un acto funeral tristísimo. Y en lo más privado de lo privado. Matilde Urrutia, Teresa Hamel, Ester Matte, Francisco Coloane y Manuel Solimano, nadie más en ese solo de soledad total. Yo, discreta y respetuosamente distante, pero no lejano, observando con recogimiento tan dolorosa e íntima ceremonia, semejante acaso a aquella otra de su padre resurrecto en un cementerio de Temuco y tan reveladora en La copa de sangre, ese vivencial y singularísimo texto nerudiano. Como si fuera esta muy mañana de mayo el segundo funeral del poeta, sin consignas, sin banderas, sin necesarios gritos, sin compañeros presentes, sin miedo, sin temeraria muchedumbre, sin amenazas de fusil. Solo la muerte del amado muerto.
Sobre la urna, intacta como el día primero, la bandera chilena aun sin el más mínimo deterioro. Nadie habla en ese lento y muy ritual e íntimo traslado-procesión. Ni una palabra que rompa la fría mañana, ni un piar de gorriones. Matilde, con un abierto clavel rojo en sus manos, silenciosa y reconcentrada en lo profundo, los ojos puestos fijamente en la universal urna iluminada de un tibio sol o, a instantes, mirando hacia la tierra de amarillas hojas que cubren el estrecho sendero. Murmura a ratos tal vez una blasfemia, tal vez una devota oración. O en un sollozo intenso como rumor de mundo. Ester y Teruca, cada una con un ramito de violetas en sus manos enguantadas y sus rostros gestuales de dolor infinito. Tres piadosas mujeres con un mismo corazón de humanidad.
El suave chirrido de las ruedas de goma del pequeño carro mortuorio parecen decir y repetir a cada trecho: No hay soledad más grande que la muerte. A lo lejos, a lo lejos, las campanas de la Recoleta Domínica como un sonido puro en lo mejor, en lo más nítido, de ese insondable silencio. Unas señoras de lutos talares, que llevan flores a otras tumbas, se detienen un momento con unción. Y lo mismo unos albañiles del campo-santo que se quitan con respeto sus gorras de trabajo y siguen con la vista el paso funeral sin saber, acaso, quién es ese ilustre e inmortal muerto.
La nueva tumba-nicho del Poeta y, tal vez, ya para siempre, allí en el trasfondo fondo del muro, pero no del mundo. El corazón pasando un túnel oscuro, oscuro, oscuro. Un gran ramo de crisantemos cubre ahora la tapia de ese nicho número 44, frente a un patio de humildes y casi anónimas tumbas, y más cerca de la tierra y del pueblo. ¡Ay, mi Quevedo, no quisiera mirar los muros de la Patria mía, pero están!
Mañana tristísima –digo- para un acto funeral tristísimo. Y en lo más privado de lo privado. Matilde Urrutia, Teresa Hamel, Ester Matte, Francisco Coloane y Manuel Solimano, nadie más en ese solo de soledad total. Yo, discreta y respetuosamente distante, pero no lejano, observando con recogimiento tan dolorosa e íntima ceremonia, semejante acaso a aquella otra de su padre resurrecto en un cementerio de Temuco y tan reveladora en La copa de sangre, ese vivencial y singularísimo texto nerudiano. Como si fuera esta muy mañana de mayo el segundo funeral del poeta, sin consignas, sin banderas, sin necesarios gritos, sin compañeros presentes, sin miedo, sin temeraria muchedumbre, sin amenazas de fusil. Solo la muerte del amado muerto.
Sobre la urna, intacta como el día primero, la bandera chilena aun sin el más mínimo deterioro. Nadie habla en ese lento y muy ritual e íntimo traslado-procesión. Ni una palabra que rompa la fría mañana, ni un piar de gorriones. Matilde, con un abierto clavel rojo en sus manos, silenciosa y reconcentrada en lo profundo, los ojos puestos fijamente en la universal urna iluminada de un tibio sol o, a instantes, mirando hacia la tierra de amarillas hojas que cubren el estrecho sendero. Murmura a ratos tal vez una blasfemia, tal vez una devota oración. O en un sollozo intenso como rumor de mundo. Ester y Teruca, cada una con un ramito de violetas en sus manos enguantadas y sus rostros gestuales de dolor infinito. Tres piadosas mujeres con un mismo corazón de humanidad.
El suave chirrido de las ruedas de goma del pequeño carro mortuorio parecen decir y repetir a cada trecho: No hay soledad más grande que la muerte. A lo lejos, a lo lejos, las campanas de la Recoleta Domínica como un sonido puro en lo mejor, en lo más nítido, de ese insondable silencio. Unas señoras de lutos talares, que llevan flores a otras tumbas, se detienen un momento con unción. Y lo mismo unos albañiles del campo-santo que se quitan con respeto sus gorras de trabajo y siguen con la vista el paso funeral sin saber, acaso, quién es ese ilustre e inmortal muerto.
La nueva tumba-nicho del Poeta y, tal vez, ya para siempre, allí en el trasfondo fondo del muro, pero no del mundo. El corazón pasando un túnel oscuro, oscuro, oscuro. Un gran ramo de crisantemos cubre ahora la tapia de ese nicho número 44, frente a un patio de humildes y casi anónimas tumbas, y más cerca de la tierra y del pueblo. ¡Ay, mi Quevedo, no quisiera mirar los muros de la Patria mía, pero están!
Matilde ha dejado con ritualidad y emoción suma su clavel rojo en ese nicho memorial. Lo toma otra vez, lo acaricia, lo retiene cerca de su pecho, y lo vuelve a dejar, como si dejara también, pétalo a pétalo, su mismísimo y propio corazón.
Yo cierro por un instante los ojos, y veo puras cruces blancas en un trigal.
Santiago de Chile, otoño, y 1974.
A manera de nota necesaria:
Yo cierro por un instante los ojos, y veo puras cruces blancas en un trigal.
Santiago de Chile, otoño, y 1974.
A manera de nota necesaria:
La mañana del martes 25 de septiembre de 1973, a sólo 14 días del golpe militar que derrocó al presidente constitucional chileno, Salvador Allende, se realizaron los funerales del poeta, Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda, fallecido en una clínica santiaguina la noche del domingo 23. Funeral visible y tenazmente vigilado por fuerzas militares y policiales. Aun así, una muchedumbre consternada y acongojada, pero altiva (“agrupémonos todos”), acompañó el cortejo hasta el Cementerio General de Santiago de Chile en medio de espontáneos cantos y desafiantes arengas.
Las cruentas y dramáticas circunstancias de un país alterado en lo profundo de su institucionalidad, y del vivir ciudadano, hacían imposible trasladar sus restos al litoral central de la costa pacífica chilena, tal cual lo había pedido el propio Neruda en su Canto General: “Compañeros, enterradme en Isla Negra, frente al mar que conozco”.
En estas circunstancias, una venerable y distinguida escritora chilena - Adriana Dittborn-, amiga muy de Neruda y de Matilde, ofreció el Mausoleo de su aristocrática familia para tumba temporal del Poeta. La entristecida y, a su vez, fervorosa muchedumbre (obreros, estudiantes, artistas, intelectuales, pueblo, pueblo) pudo así dar su último adiós -en un nicho de prestado- a tan célebre y universal muerto.
Siete meses después, y en medio de la arrebatadora contingencia de los días, Matilde, presionada, sin duda, por las “incomodidades” de su muerto amado en bóveda ajena (el muerto molestaba ahí), decide fiel y dignamente trasladarlo del Mausoleo Familia Dittborn Díaz a un casi desierto nicho en un patio lejano de los extramuros del mismísimo Cementerio General. Se diría, mejor, hacia el fondo mismo del pozo de la historia. Dicho traslado, y al cual se refiere la presente nota-testimonio, se efectuó muy privadamente y muy tempranamente la mañana del día martes 7 de mayo de 1974.
Recuperada ya la democracia, los restos de Pablo Neruda serían trasladados definitivamente a los jardines de su casa de Isla Negra (12 de diciembre de 1992), frente al mar, cumpliéndose, al fin, con las testamentarias disposiciones de su Canto General.
Recuperada ya la democracia, los restos de Pablo Neruda serían trasladados definitivamente a los jardines de su casa de Isla Negra (12 de diciembre de 1992), frente al mar, cumpliéndose, al fin, con las testamentarias disposiciones de su Canto General.
Jaime Quezada - Santiago de Chile, abril, y 2013.
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