INTRODUCCIÓN
¡No lo comprendo…! ¡No me lo explico…! ¿Por qué escogí la profesión de médico? Impregnada con esa maldad de Mr. Hyde, me tiene prisionero entre sus paredes, algunas grises y otras blancas, escondiéndome del arte pleno y puro, dejándome por acompañante solitario de mis arrebatos de libertad a ese lobo estepario de Herman Hesse.
Realmente, no lo sé. Sin embargo, no me arrepiento. Una porción de mi subconsciente, me dice que está bien, impolutamente bien, como lo que hago posterior a mi jornada de trabajo, cuando entre horas de descanso me deslizo por mi cuarto buscando mi tiempo extraviado en esas fantasías y obsesiones no escritas. Por eso, a lo mejor, ésta se convierta en mi razón (especial razón) para, además de poseer en mi escritorio Tiopental, Dormicum, Ditopax, los apuntes acerca del dolor neuropático, la estatuilla de la Virgen del Cisne, tenga también las Obras Completas de Pablo Palacio.
Páginas y más páginas que, irreverentemente hojeadas por el cansancio que me muerde todas las noches posibles, hago míos al Huerfanito, al Hombre Muerto a Puntapiés, a la Doble y Única Mujer, a la Vida del Ahorcado, al Frío, a Los Aldeanos, a Débora, y a tantos otros relatos y cuentos que, en ocasiones, lo confieso, me invade la certeza (franca certeza), de que sus personajes empiezan a carcomer intransigentemente el libro cobrando vida y presentándose de cuerpo entero, así como son, hermosamente impasibles, comenzando la orgía por los sueños invencibles y terminando en la inmortalidad.
A no dudarlo, obras maestras a través de las cuales resucita Pablo Palacio escarbando una Realidad Nacional y, a quién, con mi cuento lánguido e inexperto, trataré de rendir homenaje.
MI CUENTO
Son las tres de la mañana. ¡Vayan a saberlo! Supongo que lo son. Siempre a esa hora en que los cristales hacen chick, chick, en respuesta al viento, comienzo a despertarme sofocado entre sueños no recordados. Pero en esta ocasión, mientras así lo hago, escucho golpes en la puerta de mi cuarto de hospital, invitándome a dejar mi reposo, tibio reposo.
—Pronto, pronto… doctor… uf… Han dejado en emergencia a una persona inconsciente que parece que está muerta —me señala la voz sin aliento del otro lado de la puerta.
—¿Uno que parece muerto? —interrogo con incredulidad, anhelando que se trate de una broma, de esas que se realizan de vez en cuando.
—Sí, doctor… Y lo dejaron unos que decían ser sus familiares —la confirmación desvanece la presunta broma.
—Bueno, sí así se presentan las cosas, espéreme don Pepito —había reconocido la voz del auxiliar del turno de la noche—. Dos minutitos, me enjuago la cara.
Acto seguido, empezamos a morder con nuestros zapatos aquel pasillo solitario de luz tenue, que se nos presentaba deliciosamente frío con un áspero descuido, comido por el polvo de los meses sin barrer. Recorrimos la distancia del pasillo y al final ingresamos a Emergencia. ¡Qué decir! ¡La sorpresa! Todo el ambiente se encuentra impregnado con un hondo bullicio carnavalesco. Las conjeturas van y vienen, saturándose de misterios impenetrables. Unos desean identificar al posible muerto con rostros de conocidos, otros discuten la posibilidad de que el muerto no esté muerto y con una reanimación se lo devuelva a la vida.
Ajetreo y más ajetreo, paralizándose por un momento, cuando el reloj de la pared se bifurca por el ambiente en cuatro campanadas con olor a fresco cementerio. Toda voz se esfuma. Transcurre el tiempo silencioso en una especie de palmada, y mientras así lo hace, con algo de risilla nerviosa, nos vamos recuperando; en una palabra, vamos perdiendo la palidez de nuestra piel, volvemos a nuestra condición de humanos.
Personalmente confieso que, mientras me estoy recuperando, ¡no lo sé! Al detener mi vista sobre el posible muerto me parece regresar en el tiempo, encontrándome con el Hombre Muerto a Puntapiés. ¡Sí! El mismo de 1927. ¿Es qué la cordura se me está extinguiendo como el fuego de Prometeo?, me interrogo, cuando un estudiante de medicina, con su dedo tembloroso vuelve neciamente a señalarme a aquel paciente inconsciente: ¡Ahí! ¡Ahí! Su voz jadea en forma por demás graciosa, lo cual a pesar de cargar mi dureza de aquellos momentos me permite esbozar una sonrisa, imperceptible quizás.
—Bienvenido a la profesión, espero que te vayas a comprar un Diazepam, tus nervios necesitan calmarse.
—¡Pero doctor, haga algo! ¡Por Dios recupere al paciente! —me señalan varias voces con sus miradas excitadas, nerviosamente excitadas, extraviadas, mal dormidas, enrojecidas por la madrugada y una taza de café. No me queda más. Procedo a arrodillarme, mis ojos se encuentran con una cabeza inmóvil en una especie de oración al cielo, espero un milagro, el milagro de Lázaro.
Acerco mi mano, palpo la yugular, siento que la misma extravió sus latidos. Posteriormente coloco mi otra mano sobre la piel cianóticamente azulada, sintiéndola fría, sudorosa, descompasada con la vida, una equivocación de partitura. Con la luz de la linterna examino sus ojos. ¡A la verdad, no presentan reflejos! Éstos se han extraviado por el laberinto indescifrable de una eternidad lejana, su pupila me lo confirma, es un punto negro, grande, inmóvil, perdido, estático. Un comedido que no identifico, me pasan un estetoscopio, lo acomodo sobre el pecho raquítico y lampiño, deseo cerciorarme de si su corazón late y grita. ¡Pero no!, no escucho, no... absolutamente nada, a no ser el frío que se retuerce en la madrugada.
En un acto desesperado lastimo su dedo pulgar con una aguja de jeringuilla, y él no se mueve. Dios, ni un leve indicio. Apenas brotan de su parte ofendida gotas de una sangre negruzca y coagulada.
Como último intento, pongo mi oído próximo a su boca, deseo percibir el aliento que tenemos los mortales. Sin embargo, percibo la quietud de un sueño sin regreso.
Inmóvil, frío, pálido, me levanto señalando que es caso perdido, que se encuentra muerto, realmente muerto.
Transcurren los minutos, es difícil señalar cuantos minutos navegan por este ambiente de frustración. El dolor es una fiera que carcome nuestros sentimientos, y de pronto, no sé de dónde sale el movimiento de mis manos que tratan de hurgar su identidad, arrancando de sus bolsillos papeles inexistentes, vacíos y decepciones, y en este juego abobado de manos, mi vista repara en dos cosas: sus ropas (algo anticuadas) se encuentran en perfecto estado, como si ese día precisamente las hubiera estrenado, esperando la muerte, coqueteándola con su traje. Y en segundo lugar, su cuerpo no presenta ni el más leve vestigio de violencia, a no ser por una gota de sangre, que pegajosa y tímida, asoma a través de su fosa nasal derecha.
—¿De qué moriría, doctor?
—No sabría decirlo. Parece encontrarse todo en orden, demasiado en orden. Habrá que realizarle una autopsia. Pasen al Sr. Ramírez (la pronunciación de este apellido apareció espontáneamente en mis labios) al anfiteatro.
Ahora me desquito de mi duda: iba a saber con certeza la causa de la defunción de un Hombre Muerto a Puntapiés, y mientras lo sigo en una especie de procesión detrás de los auxiliares de enfermería que lo cargan, observo que una mueca cómplice parece deslizarse sobre su comisura labial. Es, lo sé, su aceptación: tengo la confirmación de que él también desea conocer la causa de su muerte.
Nota: Este cuento fue Finalista en la VI Bienal del Cuento Ecuatoriano organizado por el CEDIC. Quito. 18 de Noviembre del 2001. El autor de esta manera rinde homenaje a un Grande de las letras lojanas, ecuatorianas y latinoamericanas.
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