PIEDRA ACOMPAÑANTE
Siempre te encontré cada día
y en todo lugar
nunca fuiste huraña
en cosas resbaladizas,
menos en soledades desatadas.
Nunca importó tampoco tu color
común, gris envuelto con el orín,
otras destellando cual luz de nieve
más cuando te inmortalizabas con la noche
sólo tu frialdad podía delatarte.
Sin embargo fuiste leal
en los tiempos vueltos
a la incipiente inocencia
cuando rústica, ya tenías valor
en transformar y sembrar claridad.
Rebelde o arisca, pero siempre
a la mano, en la cantera
o rodando al son de las corrientes;
maldices por tu rostro rupestre, pero a ti te hallé
petrificada en el lienzo de las cavernas.
Cuido de ti porque después
quién sería capaz hablar de indolencias,
menos de corazones duros o de pedradas
cuando ya no haya armas, sino sola tú
piedra hermana, enmudecida acompañante.
ENTRE LOS COLORES, LA NOCHE
Siento el quebranto incoloro
porque duele la añoranza
cuando desesperado el verde
cada día, te persigue.
No puedo explicar la bravura
desatada cuando el rojo se incendia,
todos en alerta, peligro, tiemblan tantos
cuando se alza la bandera ensangrentada.
Y otros tantos arrancan sus raíces
para seguir implacable al amarillo
del mineral bendito llegando a la desgracia
de desdeñar al abrazo fraterno.
Cómo al son del haz de luz
puede la vida íntegra sintetizar
el infortunio o placeres, por eso elija
pronto el color de tu madero y plana piedra.
Prefiero ante todo la negación
la funeraria plegaria esparcida en la noche,
la noche insomne, beligerante, preferida
de donde ni el desdén pueda arrancarme.
MATERNAL LLUVIA
Tenía sin embargo un inmenso
corazón, la misma lava candente
dejada a la intemperie que terminó
endureciéndose al son apacible del viento
y la soledad, hermana simple conservada
en el rincón insólito.
Sus manos más que saetas
surcaban con un solo parpadear
distancias infinitas, el abrazo
a diario traía una cesta de floripondios
aquellos de clarines bermejos de desafiantes
alarido, auroral relincho de la luz.
Más inmenso todavía su cariño
aquella ilimitada estela de intenso colorido
que ni la risueña claridad del puquial
podría doblegar su nitidez inclemente
que te envolvía con extraña profundidad
de candidez y ternura.
Ella era la compañera inseparable
de los instantes cuando vacilaba
desafiante el equilibrio de la isla
donde se había refugiado la última
dicha sobreviviente turquesa brotando
a solas, delicada la maternal lluvia.
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