Abrió las ventanas de par en par, la luna dorada brilló sobre su cuna. La noche se hizo aliada de sus horas, arrullándola con brisa de palmeras y nanas para que no murieran las hadas de la imaginación. Creció adorando su pecho de bronce y plata, acomodando su cabeza entre los huecos de sus alas. Rellenó de sonrisas sus ojos cuajados de rocío y creció, pulgada a pulgada, sobre un suelo de algodón azucarado, que ahora le sirve para calmar el huracán de sorpresas que le va dando la vida.
Madre, se transfiguró y se fue. La niña llora esperando que baje de los cielos el maná dulce de los pechos de su ángel.
No hay sorpresas que no conozca, ni alegrías que no intente.
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