ROLANDO VACCARI ORTIZ

17 abril 2019


Nació en Huacho el 24 de marzo de 1947, en una época en que su abuelo Luis Vaccari Calderón (Tacna, 1891) era concesionario de la Backus & Johnston en la ciudad de Huacho. En el año 1952, su familia se traslada a Lima. Aprendió las primeras letras en el colegio San Patricio. El plantel estaba ubicado en la avenida Javier Prado Oeste, a corta distancia del cine Orrantia.

De vuelta a la ciudad de Huacho, estudió en el colegio San José, Hermanos Maristas durante los años 1955 al 1960. En el año 1961 su familia se traslada a la cuidad de Barranca, donde estudió los tres últimos años de su secundaria en el colegio mixto San Ildefonso, dirigido por Alfredo Chuquisengo, maestro cusqueño algo excéntrico, quien solía irradiar música de Wagner, Beethoven y Tchaikovski en las horas de ingreso y de salida.

Viaja ala vecina República de Argentina con el propósito de estudiar medicina, llegando a Buenos Aires a fines de 1965. Las difíciles condiciones económicas desalientan los planes académicos en el país del Plata. Juntamente con unos amigos de Paramonga, Alejandro Minaya y Roberto Achong, el huachano Antonio Pacheco y el germano-argentino Johann Gëtz en el año 1967 empieza a trabajar para una flota griega que transportaba ganado Holstein desde el puerto de Rosario hasta Valparaíso, a través del Estrecho de Magallanes.

De vuelta a la patria, anduvo como agente de ventas de la librería Difusora Cultural en Huaraz y sobrevivió al terremoto del 31 de mayo de 1970. Escasos de noticias suyas y dándole por muerto, los amigos Jesús Tasso y José Rey Cano cubrieron a pie el tramo Casma―Huaraz para rescatar sus restos acaso insepultos. Pero el susodicho se encontraba colaborando con las brigadas de remoción de escombros en busca de otros sobrevivientes. En medio de la tragedia, el reencuentro fue celebrado con galletas de soda, sólido de atún y agua de cedrón.

En 1974 contrae nupcias con Gilda Consuelo Silva, inseparable compañera de estudios en la Facultad de Ingeniería Pesquera de la Universidad Nacional José Faustino Sánchez Carrión. Gilda le ha dado tres hijas maravillosas: Dina, Katiushka y Fiorella. El primer nieto, Adrián, comparte conmigo la pasión por el arte y la literatura.

Obtuvo el galardón la Pluma de Plata en los Juegos Florales de la Universidad de Huacho (1978) al presentar un poema inspirado en el paro nacional del 19 de junio de 1977 contra la dictadura militar de Morales Bermúdez.

Como periodista ha trabajado en Iquitos, Pucallpa, Piura, Trujillo, Chimbote, Chincha, Barranca, Lima y Huacho. Gracias a un contrato con el Spanish Herald de Australia, visitó Madrid y Málaga entre marzo y octubre de 1986. En setiembre de 1987, Bogotá y Cali.

Guarda muy buenos recuerdos de los años en las publicaciones Cambio (1987), El Río (1994), Barricada (2006), Propuesta (2010) y Actualidad (2008-2011).

En la actualidad está dedicado a la corrección de textos y la diagramación de libros. a trabajado antes en construcciones metálicas y ejerció algún tiempo como profesor de ajedrez, teatro, pintura para niños y redacción castellana, con una metodología propia, poco ortodoxa pero efectiva, que denomino Aprender para enseñar.

Admira la poesía de Pablo Neruda, Nicolás Guillén, César Vallejo, Miguel Hernández, Javier Heraud y Marcos Yauri Montero, la narrativa de Balzac, Gabriel García Márquez, Jorge amado, Ernesto Sábato, Eduardo Galeano, Julio Ramón Ribeyro, Arturo Pérez Reverte y la cinematografía de Peckimpah, Bernardo Bertolucci, Lina Wertmüller y Clint Eastwood por su veracidad y calidad humana.

TAUCA. (Cuento)

En su semblante había algo que expresaba a la naturaleza, como si realmente formara parte de ese amanecer. La resaca dejaba ver estrellas marinas, erizos y algas.
—Ven —le propuse, tomando una de sus manos.

—Amor… —respondió apenas.

El corazón me da vueltas. De su piel brotan destellos iridiscentes. Sobre las peñas de Tauca pasan las gaviotas de largo. El mar guarda silencio unos instantes como para tomar fuerza y luego arremeter con más ganas.

Tauca es una playa solitaria. Ni los pobladores de Atalaya la frecuentan porque es algo dificultoso bajar por el acantilado. Apenas tres o cuatro pescadores aparecen hacia el amanecer para buscar marisquear. Pero hasta esos momentos no ha llegado nadie. Solamente nosotros.

—¿No quieres? —me dice con un susurro, recostada en la roca. Una de las tiras del vestido de algodón se le ha deslizado. Me hizo recordar algo casi enterrado en el olvido.

—Es peligroso, vámonos —retrocedí.

Debió sonar como una orden. La Doncella de Orleáns, tampoco tenía temor a nada. Igual la quemaron viva.

Había en su figura algo de brisa fresca. Su piel estaba seguramente impregnaba de sal. El mar muestra un movimiento calculado por el paso de los siglos.

De su piel brota vida. Mis ojos la recorren por entero una y otra vez. En la arena, a corta distancia, los carreteros alzan diminutas pinzas. Se quedan unos segundos con medio cuerpo metido a la entrada de sus madrigueras, observándonos, midiéndonos, desapareciendo.

— ¿Peligroso por qué? —se resistía a examinar la situación. Los ojos entreabiertos. Los dientes, impacientes.

—Porque pueden bajar con un cuchillo. Por eso.

-Hay, que me das rabia.

—En estos casos, es preferible la rabia. Mi deber es cuidarte, no exponerte.

Subimos en silencio. Sentí el impulso de decirle que la quería, pero algo me hacía callar como un tarugo. Al llegar al borde del acantilado, avanzó unos pasos y se detuvo de pronto para sacudir sus sandalias, apoyándose en mí.

—Listo ¿seguimos?

La abracé, pero ella se deshizo de mi abrazo con un ademán de reproche.

—Me has humillado, eso no se hace. Qué mala gente habías sido.

En esos instantes mi pensamiento estaba con los crustáceos que viven bajo la superficie arenosa, cerca del mar. Qué hacen, cómo se comunican, se reproducen, cuidan a sus crías. La biología de Claude Villé fue para mí como descubrir el mundo.

—Entiéndelo. Tenía que cuidarte. Debes estar agradecida.

— ¿Y tú quién eres para cuidarme? Yo sé cuidarme sola. No te necesito.

—En cambio yo…—respondí, pendiente de la distancia que nos separaba del camino de asfalto. De haber traído lápices y cartulina, estaría llevando importantes bocetos de los carreteros.

—En cambio tú, qué —atacó, agresiva.

—No, nada.

—Ay, qué tonto eres, miércoles. Me haces rabiar.

Siete y treinta de la mañana. Las sombras aún eran largas. Atalaya muestra sus primeras esteras a escasos metros. La inmensidad azul va quedando atrás hasta que termina por desaparecer.

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