Ángel Gavidia: El poeta Cardenal y el Papa

19 febrero 2019

Roma se reconcilia con Cardenal

El Papa rehabilita al sacerdote nicaragüense al que Juan Pablo II prohibió administrar los sacramentos en 1984 por apoyar la revolución sandinista

Pablo Ordaz
El País, Madrid 17 febrero 2019
Ernesto Cardenal, el sacerdote nicaragüense que el 4 de marzo fue humillado públicamente por Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua en castigo por formar parte del Gobierno de Daniel Ortega, ha sido rehabilitado por el papa Francisco.  En una carta que ha estado a punto de llegar demasiado tarde —el sacerdote y poeta tiene ya 94 años y se encuentra hospitalizado a causa de una grave infección renal—, Jorge Mario Bergoglio le informa del levantamiento de la suspensión a divinis (prohibición de administrar los sacramentos) que Karol Wojtyla le impuso en 1984.
Aunque el Vaticano aún no ha informado de la noticia, el nuncio apostólico en Nicaragua, el alemán Stanislaw Waldemar Sommertag, ya se la ha adelantado personalmente a Cardenal y se ha ofrecido a concelebrar con él su primera misa en 35 años. De igual forma, el obispo auxiliar de la archidiócesis de Managua, Silvio José Báez, se acercó el pasado jueves al hospital donde se encuentra el poeta, se postró ante su cama y le dijo: “Le pido su bendición como sacerdote de la Iglesia católica”.
La fotografía de ese momento, que el arzobispo Báez ha subido a las redes sociales sin dar cuenta de su relevancia, parece el reverso de aquella ya mítica de Wojtyla con el dedo índice levantado y Cardenal con una rodilla en tierra. Juan Pablo II venía de visitar México, donde ya había condenado la teología de la liberación, de la que Cardenal era un referente. Según escribió el pasado verano en el suplemento Ideas el periodista Juan Arias, que entonces era corresponsal de EL PAÍS en el Vaticano y viajó en el avión de Juan Pablo II a México y Centroamérica, “al Pontífice, que había vivido en Polonia la dureza del comunismo soviético, se le hacía difícil entender que la revolución sandinista fuese entonces del brazo de la parte más abierta y social de la Iglesia. Y el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal era entonces el ministro de Cultura”.
Según recuerda Juan Arias, Wojtyla, que ya llegó a Managua tenso y visiblemente irritado, se encontró al descender del avión con una gran pancarta que rezaba: “Bienvenido a la Nicaragua libre gracias a Dios y a la revolución”. A los pies del avión, en un día de muchísimo calor, le esperaba Daniel Ortega, quien le lanzó un discurso de media hora exaltando la revolución. Cada vez que el Papa intentaba dejar claro su rechazo frontal a la llamada Iglesia Popular, la multitud lo interrumpía al grito de “entre cristianismo y revolución no hay contradicción”. Jesús Ceberio, el entonces corresponsal de EL PAÌS para México y Centroa´merica, contó desde Managua que, “ante su impotencia para terminar la homilía, Juan Pablo II dirigió en un momento una mirada de ira a los tres miembros de la Junta de Gobierno que ocupaban la derecha del altar. Mientras tanto, en el lado izquierdo, el comandante Daniel Ortega coreaba ostensiblemente los gritos de la multitud y parecía dirigir el ritmo con sus palmadas”.
El peor parado de aquella encerrona a Wojtyla fue Ernesto Cardenal. “Yo estaba a su lado”, recuerda Juan Arias, “cuando se acercó el Papa, Cardenal hincó una rodilla en el suelo y tomó su mano para besársela. Juan Pablo II se la retiró. Y cuando el sacerdote le pidió la bendición, el Papa, señalándolo amenazador con el índice de su mano derecha, le dijo: “Antes tiene que reconciliarse con la Iglesia”.
Era marzo de 1983. Karol Wojtyla estuvo sentado en la silla de Pedro otros 22 años, hasta 2005. Y, tras su muerte, lo sucedió Joseph Ratzinger, quien había sido hasta entonces el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el antiguo Santo Oficio. De tal forma que hasta que en 2013 Benedicto XVI renunció al papado, Cardenal no pudo albergar ninguna esperanza de que el Vaticano le volviese a abrir las puertas. Ni a él ni a los demás referentes de la teología de la liberación. Durante más de tres décadas, el Vaticano pretendió que Cardenal eligiera entre su fe en Dios y sus ideales revolucionarios. Incapaz de traicionarse a sí mismo, el teólogo del pelo blanco, nacido en Granada (Nicaragua) en 1925, siguió sintiéndose sacerdote de puertas para adentro, mientras que de puertas afuera escribía libros de poemas místicos, tallaba pájaros en vuelo, sufría por la deriva de la Iglesia y se sentía cada vez más triste por la degeneración de los Gobiernos de Ortega.
Pero la situación cambió tras la elección inesperada de Jorge Mario Bergoglio. El sentido de sus primeros mensajes reavivaron en el interior del poeta nicaragüense una llama que aún no se había extinguido. Porque, como recuerda desde Managua su asistente, Luz Marina Acosta, “el poeta siempre llevó una vida de oración y contemplación”. A principios de 2016, y después de algunos intentos sin éxito de tender algún puente con Francisco, Zingonia Zingone, una poeta italiana amiga de Cardenal, le hizo llegar a este periodista –que entonces era corresponsal en Roma— un libro del sacerdote nicaragüense con una dedicatoria para el Papa . La idea era hacérselo llegar directamente a Bergoglio, para evitar que los más papistas que el Papa que abundan en el Vaticano interceptaran el mensaje. La ocasión se presentó el 12 de febrero, a bordo del vuelo de Alitalia que llevaba al Papa desde Roma a México.
—Santidad, en este sobre hay un libro dedicado y una carta que Ernesto Cardenal quiere hacerle llegar.
 —¿Qué cardenal?, contesta el Papa con gesto de no haber oído.
 —No, de Ernesto Cardenal.

"Me siento identificado con este papa"

 Al Papa, como se aprecia en una secuencia de fotos del periodista Alan Holdren, se le iluminan los ojos y, con una gran sonrisa, dice: “Gracias, gracias”. Media hora después, y tras saludar al resto del pasaje, Bergoglio regresa y dice: “Muchas gracias por el mensaje, voy a leerlo ahora mismo”. Dentro del libro también iba una entrevista reciente a Ernesto Cardenal en la que reconocía: “Me siento identificado con este nuevo Papa. Es mejor de como podríamos haberlo soñado”.
El sábado 2 de febrero, el nuncio Stanislaw Waldemar visitó a Ernesto Cardenal en su casa de Managua, le trasladó un mensaje del papa Francisco, conversaron a solas durante media hora y, tras despedirse, el sacerdote nicaragüense dictó a su secretaria un mensaje de contestación dirigido al Vaticano. Ya solo quedaba esperar el desenlace de un desencuentro de casi 36 años. Pero el estado de salud de Cardenal empeoró y tuvo que ser ingresado. Se llegó a temer por su vida. El jueves 14, por fin, el nuncio apostólico recibió la respuesta del Papa y se la comunicó al poeta, que la recibió consciente, relajado y con una sonrisa.

“América es un país que quizá no pueda ser otra cosa que violento”

Jennifer Egan reconstruye el Nueva York de la Segunda Guerra Mundial en 'Manhattan Beach', la novela más clásica y ambiciosa de la hasta posmoderna autora

Laura Fernández
El País, Nueva York 16 de febrero 2019
En algún lugar de la bohemia y poco iluminada South Portland Street, cerca del coqueto Café Paulette y de la librería Greenlight, en el corazón del viejo Brooklyn, hay una casa que se resiste a que las cosas acaben. Un par de coronas navideñas siguen decorando el portal, y, a los pies del mismo, un gato de cerámica finge juguetear con una calabaza de Halloween. Cuando anochece, las bombillas que recorren la escalinata se iluminan. Dentro, hay un trineo en el pasillo, junto a las escaleras, y soldaditos de plomo en el salón. Un piano, discos de Fleetwood Mac, viejos cuadros de una vieja galería, un Monopoly. Cientos de pequeños tesoros, aquí y allá. Como Sasha, el inolvidable personaje de El tiempo es un canallacualquiera diría que a Jennifer Egan (Chicago, 1962) le gusta rodearse de recuerdos de otros. En el fondo, de alguna manera, dice, siempre está a vueltas con el pasado. La literatura para ella es, asegura, intentar explicar el mundo, reunir piezas, como el paleontólogo reúne huesos, para darle sentido a las partes de lo vivido. ¿Que por qué se ha ido tan lejos esta vez? ¿Que por qué reconstruye en Manhattan Beach (Salamandra, traducción de Carles Andreu Saburit) cómo vivió América, y en concreto, Brooklyn, la ciudad de Nueva York, la Segunda Guerra Mundial? En realidad, confiesa, después de su segunda taza de té de jengibre, para entender (y perdonar) a su padre.
 “Sé que es un cambio radical. Pero me gustan los cambios. Cuando empiezo a acostumbrarme a algo, literariamente, siento la necesidad de cambiar. Así que es muy probable que a aquellos que amaron El tiempo es un canalla, toda su jerga posmoderna, la ironía feroz, no entiendan por qué este libro – Manhattan Beach – es tan clásico. Pero a todos ellos les diré que no podía ser de otra manera. Intenté que fuera irónico, quise reírme de todo, adoro el sentido del humor y en mi obra está por todas partes, pero en este caso simplemente no tenía sentido, chirriaba, lo destruía”, se explica. Está sentada a una mesa, en la cocina que en realidad es parte del salón y en la que también hay un enorme sofá con vistas al patio trasero por el que corretea su gato. Hay dos chimeneas en la estancia, pero en ninguna crepita el fuego. “Al fin y al cabo se trataba de hablar de la guerra”, dice. ¿Por qué? ¿Qué le llevó a querer contar la historia de la primera mujer buzo, y mecánica de barcos de guerra, en el puerto de Brooklyn? “No era sólo su historia. Era Nueva York entonces. Supongo que todo empezó el 11-S. El 11-S, Nueva York se convirtió en zona de guerra. Pensé entonces que América nunca había vivido una guerra en su territorio. Y me pregunté cómo había sido, sin embargo, cuando el mundo entero estaba en guerra, y ella también, pero en la distancia. Y me puse a investigar”, cuenta.
Entre 2004 y 2010, Jennifer Egan, a quien cambió la vida leer La casa de la alegría de Edith Wharton y Submundo de Don DeLillo, entrevistó a extrabajadores y extrabajadoras del puerto de Brooklyn de la época, que son memoria viva y está desapareciendo “sin que se haga lo suficiente por conservarla”. Con sus recuerdos, construyó los de Anna Kerrigan, la valiente chica buzo que no se conforma con medir piezas de barcos que integrarán futuras flotas de guerra – el trabajo de sus desconfiadas compañeras, las casadas – y esperar a que algún chico la conquiste. Anna quiere llegar lejos y, para hacerlo, necesita sumergirse en el mar. “No es casualidad que, cuando alguien quiere llegar hasta el fondo de algo, se utilice un campo semántico submarino”, asegura la escritora. De hecho, Anna está buscando algo. Su padre, con quien tuvo una relación idílica, de quien fue casi su mejor amiga, siendo niña, desapareció. Se había metido en negocios un tanto turbios para poder devolver a los suyos a flote. La pequeña de la familia, Lydia, tiene parálisis cerebral, y necesita un cuidado constante. El Crack del 29 dejó a los Kerrigan en la cuneta. Digamos que Eddie no tuvo otra salida. “Sin Lydia no existiría la novela. Todo pasa por ella”, apunta Egan. Se levanta. Mete algo en el horno. Sus hijos y su marido están a punto de llegar. Quiere tener la cena lista.
En mis novelas siempre ha habido padres ausentes y no es por casualidad. Mis padres se divorciaron cuando yo era niña, y me fui a vivir con mi madre a California mientras mi padre se quedaba aquí y entraba en una espiral de alcohol y autodestrucción
Jennifer Egan
Era inevitable, dice, que la mafia apareciese en la novela. Los años de la guerra fueron también años de enfrentamientos entre mafias. De un lado estaba la italiana, del otro, la irlandesa. Dexter Styles, el personaje que llevó a Eddie a los bajos fondos, reaparece en la vida de Anna cuando ésta empieza a ganarse el respeto en el embarcadero – “los hombres no querían perder sus privilegios, y les costó aceptar que una mujer pudiese hacerlo incluso mucho mejor que ellos”, acota –, y la trastoca por completo. “Hay cierto paralelismo entre aquella época y el presente. De hecho, Donald Trump es un gánster de la vieja escuela”, dice. “En su momento no entendí cómo pudo salir elegido, pero después de haber escrito Manhattan Beach no sólo lo entiendo, sino que me parece lo más lógico. América es un país nacido de la violencia, que ha crecido siendo violento, y que quizá no pueda ser otra cosa que violento. Porque creíamos haberlo dejado todo atrás, incluidas las cosas que han salido a raíz del #MeToo, pero sigue todo aquí”, se explica.
Revisitar el pasado también le permitió conocer a su padre, irlandés americano, tan parecido al propio Eddie que podría ser él mismo. “En mis novelas siempre ha habido padres ausentes y no es por casualidad. Mis padres se divorciaron cuando yo era niña, y me fui a vivir con mi madre a California mientras mi padre se quedaba aquí y entraba en una espiral de alcohol y autodestrucción de la que nunca dijo nada. He entendido, escribiendo esta novela, que era así, que no pudo haber sido de otra manera, y que debo perdonarlo porque nunca fue su intención hacerme daño”. El timbrazo del horno la avisa de que algo está listo. Se oye una llave en la cerradura. Nueva York, la ciudad de la que se ha vuelto a enamorar durante la escritura de esta novela – “me tiene completamente fascinada, cada día más”, añade – sigue envejeciendo ahí fuera.

A vueltas con la Gran Novela Americana

Jennifer Egan nació en Chicago pero creció en San Francisco y cuando se le pregunta si al enfrentarse a su ambiciosa Manhattan Beach era consciente de estar escribiendo algo así como laprimera Gran Novela Americana del siglo XXI, contesta que en realidad, siempre está intentando hacerlo. “Siempre pienso en América cuando escribo, considero que es mi trabajo hacerlo. Observarla y describirla”, dice. Egan, que escribe a mano – y entre cinco y siete páginas al día –, le quita importancia al hecho de que siempre que se habla de alguien escribiendo una de esas famosas Grandes Novelas Americanas, se habla de un alguien masculino. Lo que más le fascina de su país es la facilidad con la que cualquiera puede convertirse en personaje, construirse una ficción en la que encaje. “América está repleta de gatsbys. Hasta mi fontanero es uno”, dice. Abre el horno. Grita que la cena está lista. Se oyen pasos en la escalera enmoquetada. 

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