BERLÍN VISTO A VUELO DE PÁJARO
Escribe Ángel Gavidia
Decir
que esta es la crónica de un viaje es simplemente excesivo. Es
apenas el apunte de una observación ligera. La primera impresión de
una ciudad que imaginé distinta. En especial en su arquitectura.
Cuando hablaban de Berlín, pensaba en París, Madrid, Roma, Londres.
Pero su personalidad de famosa urbe europea se apoya más bien en la
sobriedad de la construcción moderna sin más características. Y
hasta el famoso muro que dividía a la ciudad, que vislumbré
imponente, no era tal, era, en realidad, dos paredes paralelas
relativamente delgadas; pero el espacio que quedaba entre ellas
estaba minado y atravesarlo suponía morir despedazado o acribillado
por los que lo guardeaban. Pero allí ya estamos entrando en lo
fundamental de esta ciudad: su historia. La modernidad de sus
construcciones testimonia que la guerra no dejó piedra sobre piedra.
Pero, como nos dijo el guía, la Segunda Guerra Mundial no fue
provocada por cinco locos que incomprensiblemente convencieron al
país que había que hacer la guerra, que ellos pertenecían a una
raza superior, y que los judíos, los gitanos, los testigos de
Jehová, los homosexuales, debían desaparecer. Fue la convergencia
de varios acontecimientos entre los que se encontraban el orgullo
alemán hecho trizas (incluyendo su rey fugitivo) por la guerra
perdida (la Primera Guerra Mundial), la gran deuda que debían pagar
a Francia por haber iniciado el conflicto, además de la
hiperinflación alucinante y por consiguiente la pobreza con carácter
de hambruna, entre otros factores. La Segunda Guerra Mundial ha
dejado su huella en cada esquina. Y los berlineses mantienen esas
huellas visibles para no olvidarlas, para recordarlas siempre
(perdonen la reiteración). Comenzando por el estadio aquel que
Hitler mandó construir para 100,000 almas como un símbolo de
arrolladora grandeza. Está allí y allí también están las fotos
del pueblo vibrando con el saludo nazi. En ese estadio nuestra
selección de fútbol, variopinta en su choledad, le ganó, en esos
años, a la selección de “la raza superior”, y un atleta
norteamericano negro barrió todos los records. Pero allí está, doy
fe, monumental e intimidante. Y también está el lugar desde donde
se embarcaban a los judíos, niños, mujeres, ancianos, para ya no
retornar. Y está también el barrio que alguna vez fue judío y que
ahora ya no lo es, pero en él se recuerda en cada poste como fue
incrementándose la hostilidad hasta llegar a la muerte de sus
antiguos habitantes; quiero decir que se exhiben algunas ordenanzas
tales como: “ Se prohíbe a los judíos tener mascotas”, “Los
judíos solo comprarán el pan a las 5 de la tarde”, “Los niños
judíos no podrán jugar con los niños alemanes”, “Los niños
judíos solo harán uso del trasporte público si su escuela está a
más de 4 kilómetros” , “Los médicos judíos no podrán ejercer
su profesión”, “Los empleados del correo no podrán ser judíos”…
Y, cuando uno camina las calles de Berlín, en el lugar menos
pensado, en la vereda, encuentra unas placas de metal con nombres de
judíos muertos: fueron vecinos de ese lugar y aún ahora se prosigue
la búsqueda de desaparecidos para recordarlos así. Y en Bebelplatz,
en un lugar en donde el piso es de un cristal transparente que deja
ver una habitación subterránea con estantes vacíos, está el sitio
donde se quemaron los libros que discrepaban con el pensamiento nazi.
Cercano a este espacio hay una escultura de color negro, negro luto,
en donde una madre tiene un su regazo un hijo muerto o
desfalleciente. Terrible. Cuando veía todo esto pensaba en la
resistencia de muchos peruanos en reconocer a los muertos que dejo el
conflicto armado que tuvimos. Pensaba en las veredas de las casas de
los desaparecidos (la mayoría campesinos) sin sus nombres y acaso
sin veredas y pensaba en la mujer aquella de la escultura negra con
el hijo en brazos. Y, claro, venía hacia mí el verso aquel de mi
paisano “Perdonen la tristeza”. Dígase de paso que la
Universidad Humboltd, que está cerca, cuenta con 21 nóbeles. Y aun
así, con este diario ejercicio de memoria, con esta universidad,
Alemania ha elegido entre sus parlamentarios a un preocupante 12% de
neonazis.
Pero Berlín también es un ejemplo de tráfico
ordenado. Es más fácil hacer uso de transporte público que tomar
un taxi. Nadie nos revisó si habíamos pagado o no el tique de
transporte. Pero, supimos, que nadie hace uso de él sin antes haber
pagado el referido tique. Es cuestión de cultura, de civismo: ningún
postulante a alcalde de nuestros distritos y provincias habla de
ello. Prefieren hablar del cemento cuando debieran reparar, también,
en el tejido social, en la construcción de ciudadanía y, acaso,
principalmente de ella. Susana Villarán pretendió acometer
semejante tarea. Casi la vacan. En la capital alemana vi (con
admiración y envidia) varias veces como el conductor de bus se
bajaba para ayudar, mediante una rampa especial, a subir a un
minusválido y hacer igual esfuerzo para bajarlo cuando llegaba a su
destino.
Recalamos en un restaurante de comida italiana.
El cocinero nos habló con respeto del Perú y su culinaria. Nos
prendió una vela a mitad de la mesa, en verdad fueron varias velas,
que la dueña del restaurante, una mujer dura y antipática, terminó
apagándolas.
Finalmente visitamos un barrio que también
fue judío, ahora lucía como uno de “cultura subte”, en él
hallamos un museo en homenaje a Ana Frank. Me quedo con su mirada
limpia, purificadora, tierna, alumbrando al “oscuro corazón del
hombre” como hiciera decir Ciro Alegría al sabio alcalde de Rumi,
don Rosendo Maqui.
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