MI PEQUEÑA CHACRITA

30 noviembre 2017


Por Aivil Alitana

Qué provinciano que radica en lugares remotos, no extraña la chacrita que nutrió su niñez. Una chacrita multiusos: propia (por sucesión de herencia), parcela comunal, chacrita arrendada o prestada por sus generosos dueños, máxime en un pueblo que se sustenta en la agricultura y la ganadería en menor escala desde tiempos inmemoriales. En mi infancia las chacras eran de todos los niños. Nadie nos impedía el ingreso. En ellas jugábamos aspirando el aroma de las plantitas bendecidas por la lluvia, sobre todo en los meses de barbecho, cuando el terreno descansa calmo hasta la próxima siembra. En ellas hacíamos nuestras tareas escolares los fines de semana al abrigo de un rugoso molle. También fueron los altares de los primeros juramentos con fragancia de manzanilla, cuando la luna se posaba en la palma de la mano, y escenario natural de los primeros sueños contemplando el horizonte. Quién no recuerda las pajchas de piedra con sus pupilas de agua clara al borde del camino. Caminos recorridos en ese entonces por los arrieros y chacareros, hoy son ignorados.
En tiempos de siembra salíamos de madrugada, cuando el pueblo dormía bajo cielo constelado. Caminábamos callados, sintiendo el latido de cada corazón en las callecitas de tierra. Todos íbamos contentos: llevando el fiambre, los utensilios de cocina, la simiente y los instrumentos de labranza. Llegábamos a Uñus, nuestra pequeña chacrita, con el primer clarín del gallo dando paso a la aurora. “Peligro”, que durante todo el recorrido había caminado dormitando en silencio, en Uñus ladraba y corría dando saltos a su antojo, más despierto que nunca. Papá Estanislao, asistido por Abelardo, sujetaba el arado al yugo con cautela para no dañar la piel brillosa de los bueyes fraternos. Mamá Valeriana, junto a una pirca hacía brotar calor rojísimo del fogón de leña, anunciando un rico choclito con queso, humitas y papitas sancochadas junto a un platito con ají, en un mantel de lino al ras del suelo apisonado. Yo improvisaba un florerito con tallitos de ruda y hierba buena. Nunca vi un yuntero tan cariñoso con los toritos como papá, jamás los obligaba a roturar la tierra más allá de sus fuerzas. Papá, como todo experto en el buen manejo de las tierras de cultivo, me enseñaba a tomar el timón del
arado con sumo cuidado, a fin de no herir en demasía el vientre de la tierra en celo, y así protegerla de la erosión. La mano izquierda en el timón de madera y la derecha tomando una vara delgada para animar la faena, era lo usual en la preparación del terreno. Después mamá me animaba a echar la semilla santa en el surco, sintiendo correr el sudor en mis trencitas negrísimas. Abelardo era un formidable guía, con el sol tostando su frente de pequeño gañán. La yunta de erguidas astas, con sus colas alejaban de sus torneados lomos a los intrusos mosquitos. Todos participábamos felices del ritual de siembra, en contacto familiar con la Pachamama que nos daba el sustento de sus entrañas. Entrada la noche retornábamos a Cajacay, cuando las horas rodaban apacibles en Ramada, felices de haber comulgado con la creación de Dios, en nuestro paraíso cerca del cielo.
Tiempos aquellos de virginal fragancia en tierra fecunda, regada con el sudor de la frente; tiempos de tempranos cielos, de dorados ideales, de fresca flor y húmeda hierba a la vera del camino antiguo. Tiempos de pájaros sonoros augurando la venida de la lluvia.
Tiempos del rantín, del trueque y de los trabajos comunales. Tiempos donde el recurso tierra era sagrado para todos los habitantes del lugar. Tiempos del brioso “Blanco”, que relincha y trota cadencioso en los caminos de herradura; tiempos de blancas ovejitas y de vaquitas listas para el ordeño, mientras el becerrito muge transido por el destete, pegadito al chilco, al paico y a la verbenita tierna.
Tiempos cuando recorría mi chacrita con los ojos vendados, sin tropezarme ni rozar las matas de ortiga; tiempos de huanchaquitos que cantan venturosos en la fronda, mirando de reojo a las margaritas en botón, yo también cantaba en las tardes mágicas, sentada en una piedra. Tiempos de colores vivos, caminando descalza para no quebrar los brotes nuevos donde reverberan los hilos de rocío; tiempos de torcacitas en presuroso vuelo hacia el nido que cuelga en la enramada colmada de savia, donde bulliciosos pían los pichones tiernos; tiempos de luciérnagas, grillos y trinos surcando la enorme peña de granito; tiempos de floridos senderos con aroma a muña, llantén, campanilla y chavelina, junto al
manantial de agua mansa y pura; tiempos de sabrosas tunas, habas, ocas y cañas, y de nuestro bello río que a la distancia baja cantando.
Tiempos de hermosas maripositas de ensueño, hijas del aire y del sol; tiempos de trilla en la era, de horquetas que ventean desnudando a las ventrudas espigas, mientras con el viento danza el grano bendito que pronto será pan; tiempos de cebadales y sotos de papas floreciendo en los camellones que corren paralelos; tiempos de calabacitas asomando maduras bajo la alfalfita olorosa; tiempos de melocotones y paltitas en Onja; de magueyes empinados en la pendiente, intentando besar las nubes sin tener alas.
Tiempos del regazo amoroso de mamá cuando los jilgueros trinaban dichosos viendo el arcoíris desde el aromático cedrón; tiempos de cálido beso en la frente de papá en las crudas madrugadas de junio. Tiempos de pancas resecas que crujen en la mazorca y brotan hileras de rubios dientes apretados, que con mis pequeñas manos desgrano para la cancha. Pronto doblaron tristes las campanas por papá, y todo acabó en un instante, sólo mis lágrimas frías quedaron prisioneras en su tumba, en tanto, mamá sigue hilando plegarias con su rosario entre los dedos.
Desde aquel entonces, mi bello Cajacay del ayer, cada día me pertenece menos. Hoy todo es luto en el cielo limeño, no hay luceros ni estrellitas, sólo la pálida luna fulgura en octubre del Señor de los Milagros, con nubes de incienso, cánticos y oraciones, como parpadea un candil en humilde choza después del aguacero. Ya no recibo los besos de papá en mi frente, y nadie enjuga el llanto que por él desbordan el alma. Hoy siento que mis fuerzas se agotan a la intemperie, como una tarde de mayo se perdió el eco de mi voz en un abismo sin fondo.
Chacrita amada, mi mayor patrimonio rural, hoy me siento como el caminante que en la oscuridad no sabe qué vendrá mañana, y contrito se persigna mirando el cielo. Por eso mi corazón llora al recordarte, como llora la alondra dentro de una jaula.

Los Olivos, 14 de mayo de 2014.


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