Arando en el mar: Ángel Gavidia

06 noviembre 2017

No sólo por el exterminio
no sólo se trataba de morir
(fue miedo nuestro pan de cada día)
sino que con dos pies ya no podíamos
caminar. Era grave
esta vergüenza
de ser hombres
iguales
al desintegrador y al calcinado.

Pablo Neruda



Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo.
Gabriel García Márquez
Recordemos nuestra humanidad
Manifiesto de Russell y Einstein a propósito de la bomba termonuclear que Estados Unidos detonó en las islas Marshall (1955)


ATRÁS,
muy atrás,
más allá de los saurios,
en el agua,
algo
atisbaba la vida entre las sombras,
palpitante,
inasible,
emocionado,
juntando
en un dolor de parto
-arista con arista-
su laborioso rostro diluido.
Hoy,
que sembramos la tierra,
que hacemos poemas a la amada,
que torcemos el rumbo de los ríos para hacerle justicia a los desiertos,
un grueso error de Dios
amamanta en las jaulas a los átomos
y les pone collar
y los adiestra
para morder la yema de la vida
hasta volverla nada.

Para qué, entonces,
para qué,
lo difícil,
las hormigas,
el color,
el silencio que se fue haciendo trino.
Para qué, entonces,
el mañana en los ojos del desesperado
y la porfía del vendedor de baratijas
y el niño lisiado sujeto a su muleta, caminando.
Para qué,
ya no habrá mañana
mi ayer
porque habrán roto el origen de raíz.


Las piedras,
los manantiales,
los peces,
las cucardas,
los más ocultos árboles,
pagarán por nosotros,
por dejarnos crecer,
por ayudarnos,
por no impedir a tiempo la malvada neurona procreando.

¿De dónde vino esto?
¿Con quién?
¿Cómo llegó?
No lo sabemos.

Diferente es el tigre desgarrando al venado,
la bacteria,
el volcán
o la tierra chocando con un cuerpo celeste.
Diferente.

Y los viejos camellos
y los huacos recónditos
y los más viejos árboles.
¿Qué dirán?

El musgo
lactando de los pechos de la piedra,
tan callado,
tan verde,
tan pequeño,
sin hacer daño a nadie,
ni al roble,
ni a la hierba,
ni al gusano,
ha de caer también acribillado.

Las ballenas,
las azules,
las verdes,
y las negras;
las profundas,
las distantes;
las amas y señoras;
las que canta cuando aman,
cuando lloran,
cuando extrañan;
las de las grandes cóleras,
las escasas;
las que se va muriendo y aún no mueren;
las de los cielos líquidos y las pampa verticales
debe de haber tenido una opinión.

El viento sepultará a las aves.
¿Y el canto?
El viento no podrá con las aves y su canto.
No podrá con el mismo.
No podrá.

¿El fuego?
¿Qué será del fuego?

Quienes irán por los caminos,
las calles,
los cafés,
las iglesias vacías,
las viejas bibliotecas sin respuesta.

Y las grandes preguntas:
¿Dios,
la libertad?
Peor que absurdo calcinado:
Nada.


Los duendes que habitan los helechos,
las brujas que aman a los diablos y tuercen los caminos,
los fantasmas,
las almas que no hallaron reposos en los sepulcros,
sucumbirán también
junto con Pulgarcito y Blanca Nieves.

Las cartas,
las heroicas,
las románticas,
las perversas,
las primeras:
letra a letra formando la palabra zurcida a una lágrima,
ya no tendrán razón
como tampoco,
la suerte del venado esquivando al disparo,
ni el túnel del convicto
que dista de la calle apenas el asfalto.

Los trenes
y más que los trenes, la nostalgia;
la huella que no es huella sino para los hombres;
lejos,
cerca;
ni lejos ni cerca,
para qué.

La esperanza
acaso
elija
Al Mar Muerto
(su hijo más pobre y más querido)
para
morir
con
él.

También morirá la soledad
o, eterna como es, quizás escape a la hecatombe
y sea la viuda de los hombres vagando por el Cosmos.



La palabra
aquí
y allá
palideciendo,
encrespándose,
tensa
como un tambor,
como un arco de nervios,
como un hombre,
abriendo los brazos
fuerte,
débil,
fuerte,
arando en el mar.

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