Por:Ángel Gavidia Ruiz
Este es el poema: Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos/ pura yema infantil
innumerable, madre.// Oh tus cuatro gorgas, asombrosamente/ mal plañidas, madre: tus mendigos./ Las dos
hermanas últimas, Miguel que ha muerto/ y yo arrastrando todavía/ una trenza
por cada letra del abecedario.// En la sala de arriba nos repartías/ de mañana,
de tarde, de dual estiba,/ aquellas ricas hostias de tiempo, para/ que ahora
nos sobrasen/ cáscaras de relojes en flexión de las 24/ en punto parados. //
Madre, y ahora! Ahora, en cuál alvéolo/ quedaría, en qué retoño capilar, /
cierta migaja que hoy se me ata al cuello/ y no quiere pasar. Hoy que hasta/
tus puros huesos estarán harina/ que no habrá en qué amasar/ ¡tierna dulcera de
amor!, / hasta en la cruda sombra, hasta en el gran molar/ cuya encía late en
aquel lácteo hoyuelo/ que inadvertido lábrase y pulula ¡tú lo viste tánto!/ en
las cerradas manos recién nacidas.// Tal la tierra oirá en tu silenciar, / cómo
nos van cobrando todos/ el alquiler del
mundo donde nos dejas/ y el valor de aquel pan inacabable./ Y nos lo cobran,
cuando, siendo nosotros/ pequeños entonces, como tú verías,/ no se lo podíamos
haber arrebatado/ a nadie; cuando tú nos
lo diste,/ ¿di, mamá?
Vallejo escribió este poema en
1919, cuatro años antes había muerto su
hermano Miguel y, en 1918, su madre. Los cuatro últimos hijos de la familia
Vallejo Mendoza fueron: María Agueda, Victoria Natividad, Miguel Ambrosio y el
mismo César Abraham. Por lo demás, “Aguedita”, “Natividad” y “Miguel” figuran
en varios de sus poemas. El poema
“XXIII” fue
escrito cuando Vellejo vivía en Lima. Y 1919, para su autor, fue un año muy difícil: inestabilidad
económica, abandono de un trabajo y graves problemas sentimentales.
El poema que nos convoca trasunta una
intensa nostalgia. Un retorno a la infancia y, a través de la infancia, a la
madre. Y no hay madre sin querencia. Por eso este poema está tan lleno de
elementos santiaguinos entre los que prevalecen los hornos y el pan (repetitivos
en Vallejo) por que Santiago de Chuco fue y es el lugar de los hornos de pan fresco, del pan de yema, de los
bizcochos, de los bizcochuelos, de las rosquitas de manteca, de las vacitas, de los rosquetes, de los
alfajores y hojarascas cuyo prestigio aún permanece.
La segunda estrofa sugiere
fuertemente un paisaje familiar en donde cuatro pequeñuelos, más precisamente, lloriqueantes
muchachitos, siguen a la madre. La trenza
por cada letra del abecedario, si no se tratara de un niño “del pueblo”, me
recordaría los shimbas, niños varones
generalmente campesinos a los que se les dejaba el pelo largo hasta que en una
ceremonia especial se les cortaba las innumerables trenzas que les hacían para
esa ocasión.
La evocación de ese tiempo infantil
denso, polícromo, vital con su sala de arriba y sus bizcochos contrasta con los relojes en
cáscara detenidos, casi muertos del ahora del poeta. Es en la tercera estrofa.
Aquí el pan se extrapola con el tiempo. Hay, en Santiago, una expresión familiar, propia de las madres
que avizorando tiempos difíciles dan de
comer a sus hijos “para cuando no haya”. Quizá esta cáscara de relojes tenga algo qué ver también, además de otras
carencias, con el hambre. Dígase de paso que César Vallejo, a pesar de su
delgadez, tenía muy buen apetito según testigos presenciales.
En la cuarta estrofa sigue con la madre,
sigue con la infancia, sigue con los dientes incompletos cuya circunstancia una
madre minuciosa conoce y acompaña. Hay una migaja
extraviada por allí, quizás una
emoción, una miga de esos gratos
momentos, que, tal vez, de tanto
evocarla ya, se ha trocado en pena que no puede pasar. Es frecuente en el habla
popular echar mano a expresiones
como “se me ha atrancando un huesito en
la garganta” y también “lo tengo atravesado en la garganta”. La primera se dice cuando se quiere compartir algo apetitoso
frecuentemente del propio plato incluso evocando a un ausente y la segunda es
una suerte de duda cruel, de serio disconfort espiritual.
Finalmente, el oxímoron tan caro al
poeta santiaguino vuelve nuevamente (la
tierra oirá en tu silenciar), esta vez, a modo de queja más que de protesta,
parar recalcar la orfandad, la falta de la madre protectora; aquella que antes
pagaba el precio de todos por vivir (el alquiler del mundo) y que ahora, que ella ya no está, el costo tendrán que
asumirlo los hijos incluyendo el precio del amor maternal que el poeta dice no
le ha quitado a nadie, y aquí, esta frase parece tener un parentesco gemelar con ese viejo sentimiento de culpa
que asoma, por ejemplo, “Ágape”
de Los Heraldos Negros : Porque en
todas las tardes de esta vida,/ yo no sé con qué puertas dan a un rostro,/ y
algo ajeno se toma el alma mía.
Curiosamente, esa madre cuyos huesos estarán
harina está más viva que nunca en el poeta que termina su conversa
en un cotidiano “¿di,
mamá?”. Porque, probablemente, las madres no mueren nunca. Nunca.
Trujillo, 8 de mayo del 2016
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