IV
FERIA DEL LIBRO DE TRUJILLO
Por: Saniel E.
Lozano Alvarado
INTRODUCCIÓN
Cuando en 1998 Angel me invitó por primera vez para escribir el prólogo
de su primer libro, “El molino de penca”, no solamente nos ubicábamos en los comienzos
de una alborada y de un sendero que cuando empezamos no sabemos hasta dónde nos
llevará, porque en literatura nunca se llega pero siempre se avanza. Entonces
no me imaginaba que estaba ante el narrador, o por lo menos el cuentista breve
más talentoso y sorprendente por lo menos de
todo el norte del país y, por tanto, uno de los principales escritores
en el cultivo del respectivo género en el panorama nacional, como lo comprueba
la edición de “Todos sus cuentos” (2014), libro del cual solamente me voy a
referir al primer y al cuarto volumen de
sus relatos. El primero porque contiene el prólogo original que ahora he
revisado y actualizado; y el cuarto, porque es al que menos atención dedican
Juan Paredes Carbonell y Raúl Jurado Párraga, autores, por lo demás, de
profundos y meditados prólogos de indiscutible acento teórico de esta edición
integral. Mi apreciación, una vez más, otorga sentido a la conclusión de José
Carlos Mariátegui: “El artista genial no es ordinariamente un principio sino
una conclusión”.
EL MOLINO DE PENCA
El referente, en cuanto primera instancia del proceso de producción
literaria, se manifiesta a través de un aliento sutil y delicado, el frescor de
la ternura, el caudal de evocaciones y nostalgia, la inquietud por la recuperación
de un mundo sumergido en los repliegues de la infancia y la tierra nativa. En
efecto, el punto de partida de estos cuentos hay que ubicarlo en los jirones de
una infancia andina a la vez lejana y próxima, como un conjunto de hechos que
no se depositan ni quedan cancelados en el pasado, sino que desde allí iluminan
el presente, como explica muy bien José de Aguiar E Silva en su esclarecedor
“Teoría literaria”, en cuyas ideas nos alumbran aleccionadoramente:
“Ante los tormentos, desilusiones y derrumbamientos de la
edad adulta, el escritor evoca soñadoramente
el tiempo perdido de la infancia, paraíso lejano donde viven la pureza,
la inocencia, la promesa y los mitos fascinantes. Entonces “Los recuerdos de la
infancia se reavivan al llegar a la mitad de la vida”, escribió Gérar de
Nerval. En efecto, la adolescencia y la primera edad adulta, tiempo de energía
y de acción, desconocen la nostalgia de la infancia; pero cuando el hombre
alcanza la mitad de su vida y conoce la acritud del desengaño y de la derrota,
reintegra a su vida, a través de la soledad, de la memoria y de la actividad
imaginaria, el cosmos de la infancia”.
El análisis estructural, en la propuesta teórica de Antonio Cornejo
Polar, nos permite reconocer el manejo
de cuatro niveles, estratos o planos narrativos:
1.
En el plano del estrato
físico,
todos los cuentos se muestran breves, concisos, bien delimitados, con una
temática que no parece inventada o creada, sino espigada de un conjunto de
experiencias propias de la niñez andina, que se modelan y manifiestan en la
recreación lingüística. Es como si el autor estuviera pagando una deuda y
reconciliándose o desandando el tiempo hasta encontrarse con su niñez serrana,
aldeana, rural y campesina. Por eso la escritura no solo es el medio o canal
con el que recrean historias o relatos, sino que también constituye un caudal
pletórico de una persistente y caudalosa oralidad, nutrida de palabras, tonos y
onomatopeyas cotidianas y auténticas, que alcanzan oportuno vigor y
consistencia a la elaboración artística, es decir al universo de ficción.
2.
En el estrato lingüístico, ingresando por el título, “El molino de
penca”, el narrador opta por una denominación de significado léxico o de base, casi denotativo e inmediato, por lo menos en el universo
rural andino, y que remite a tres elementos que lo sostienen: a) La niñez
andina campesina; b) El juego, como característica primordial de la niñez en su
más espontánea naturalidad y capacidad creadora, lejos del automatismo despersonalizador
contemporáneo; y c) La presencia
vital del agua, sea de la quebrada o del
río. Tal opción explica por qué todos los cuentos de este primer libro están
construidos con un léxico coloquial, informal, espontáneo, al margen de la
norma standard, de entrañable sabor familiar y local, en correspondencia con el
espacio rural, paisajista y pueblerino,
así como con la condición popular de los personajes y actantes. Por eso el estilo no es puramente ilustrado o
convencionalmente culto, sino volcado en un molde confesional, intimista y sugerente. Es que,
perteneciente y usuario de una comunidad idiomática de español estándar pero de nivel coloquial, el
narrador crea su propio, intransferible y característico idiolecto, para decirlo con la denominación de Alberto Escobar en
su “Lenguaje y discriminación social en América Latina”.
Con un lenguaje de tales características, el escritor crea
relatos fuertemente animistas, dotados de una energía dinámica y
existencialista, como para enfatizar que los elementos físicos no son pasivos
ni inertes, sino que están dotados de un contenido trascendente y metafísico,
acaso como pretendía Julio Garrido Malaver en “La dimensión de la piedra”.
Tales características las apreciamos en los cuentos “La piedra” o “La niebla”,
al mismo tiempo que en otros relatos los animales adquieren marcadas
características humanísticas y personificadoras, como en “El perro vago” o “El
asno”, hecho que otorga sentido al enfoque semiótico, según el cual los sujetos
de los relatos no pueden encasillarse bajo la denominación única de personajes,
como pretendía la teoría literaria tradicional, sino de actantes (que comprende personas, animales y cosas), que abundan en
los relatos de Gavidia, quien, por eso mismo, al crear su propio lenguaje, como
lo hizo Vallejo a partir de “Trilce”, también construye su propio metalenguaje, empleando palabras, frases
y expresiones que perteneciendo a la lengua común, adquieren valor singular y
propio en la exploración y construcción de otros contenidos y valores, de
acuerdo al contexto en el que son empleadas.
3.
En el estrato del mundo
representado, un poco siguiendo la propuesta estructural desarrollada por Wlfgang
Kayser en su “Interpretación y análisis de la obra literaria”, todos los cuentos
pueden ser calificados de realistas,
por la sensación de un sentir y de un discurrir cotidiano de la vida andina,
con sus pequeñas y grandes historias. Entonces una perfecta coherencia enlaza y
recorre los elementos de ese mundo. Los personajes y actantes están elaborados
casi todos a nivel de tipos o individuos humanos en cuanto representan
un modo de ser o de actuar individual o particular; pero también, con
frecuencia ascienden y se extienden a nivel de símbolo por encarnar valores,
como la solidaridad, la fraternidad, la devoción filial, el compañerismo, la
libertad.
Los acontecimientos se construyen a través de hechos o acciones que se
suceden en un orden secuencial, conforme a una perspectiva lineal del tiempo,
pero con una dimensión frecuentemente retrospectiva por el predominio de la
evocación y la nostalgia.
El contexto o ambiente, si bien los actantes y sus acciones discurren en
un contexto físico y social determinado, está traspasado de una atmósfera
espiritual y subjetiva, por lo cual es frecuente el componente afectivo y
psicológico, que parece brotar de la propia personalidad del narrador, acaso
porque los actores y acciones de los relatos, verdaderamente son el otro yo del
narrador, según observan René Wellee y Austin Warren en su “Teoría literaria”.
Por eso, en este mismo nivel, el narrador se constituye en el eje o núcleo de
los relatos: los hechos referidos le ocurrieron a él o con él se relacionan
directamente. Por eso, resulta sintomático que el conjunto de cuentos proyecta
una atmósfera de evidentes reminiscencias protagónicas y autobiográficas.
Entonces, cuando el narrador no es protagonista actúa como narrador-personaje o
como testigo; casi nunca como simple observador u espectador pasivo.
4.
En el estrato de la
valoración textual, los cuentos de Angel Gavidia no son nunca alegres, sino
llenos de ternura, de fuerza emotiva y evocativa, de una sensación de nostalgia
y lejanía; pero tampoco son historias de dolorido desgarramiento, sino de
añoranza de lo que ya jamás se volverá a vivir. El tiempo entonces se revela
como una magnitud sin presente porque todo está en continuo fluir, nada se
detiene, todo es irreversible y sus dimensiones constantes son el pasado y el
futuro. Por eso la niñez, la juventud, el referente social y físico, el pueblo
o la comarca, contienen ese aliento vital y denso que pasó sin detenerse, en su
continuo fluir, pero dejando honda
huella en la sensibilidad, en las vivencias y en los recuerdos del narrador, que ahora pugna afanosamente
“en busca del tiempo perdido”, como diría ese gigante de la literatura que es
Marcel Proust.
De esta manera, los cuentos de “El molino de penca” contienen un mensaje
diverso y variado, cuyos signos primordiales son: la adhesión a la infancia
serrana y a la querencia, la lealtad a las raíces telúricas y raigales, el
recuerdo y la marca del terruño, el amor a los animales y a la familia, la
adhesión a las creencias y tradiciones.
Y como la literatura, específicamente la narración, no es simplemente
acumulación o arquitectura verbal, como tampoco se trata de fantasías etéreas o
arquitectura impresionista, sino que está traspasada de contenidos
trascendentes, es posible particularizar algunos mensajes específicos, como el
problema de la libertad en el cuento “La pardela herida”; la fusión y mimetismo entre el hombre y las
cosas que se llenan de vida, como en “El bastón del abuelo”; la dimensión de la
muerte para que la vida no se detenga, en “El loco Marcelino”; el proceso de
tensa mutación y conversión de unos seres en otros y, por consiguiente, el
acceso a nuevas funciones y roles que pueden contener las cosas materiales o
los animales más allá de sus apariencias, como en “El puma” o “La piedra”; la
proyección y sentimiento familiar, que se desarrolla en “El tío Gilberto”; y
obviamente, varias características de la niñez, especialmente el juego, el
animismo, el panteísmo, las ensoñaciones e ilusiones en “El molino de penca”.
Estos varios e indiscutibles significados nos permiten afirmar que, como
lo afirma cierta corriente semiótica, la literatura añade a su condición de
arte, su naturaleza de signo y, en este caso, un sentido bisémico en cuanto los
relatos pueden ser asumidos en una doble significación: como existencia textual
o como ficciones, y también como categorías que
remiten a un pasado histórico, vivencial y cultural, que funciona como
sustrato real y concreto, que presiona
al narrador para que los recupere y recree a través de la arquitectura verbal
UN SALTO AL HUMOR Y LA ORALIDAD
ANDINA
Como los meditados enfoques teóricos y críticos de Juan Paredes Carbonell
y Raúl Jurado Párraga, catedráticos de las universidades Nacional de Trujillo y
Nacional de Educación “Enrique Guzmán y Valle, respectivamente, que aperturan
la edición de “Todos sus cuentos”, por coincidencia no se detienen mucho en el
cuarto libro de este volumen, quiero aprovechar este espacio para referirme a
los cuentos contenidos en “Los días y el viento”, que desarrollan una temática
poco frecuente y estudiada en la narrativa peruana, como es la oralidad y el
humor andino.
Con este respecto, el antecedente más importante de esta peculiar forma
narrativa lo constituye, sin duda, los “Cuentos del tío Lino”, atribuidos
certeramente al narrador espontáneo y popular Lino León, natural del distrito
de Coziete, en Contumazá, Cajamarca, en el siglo XIX y recogidos en forma de
libro por varios escritores cajamarquinos, entre ellos, Mario Florián, el propio Marco Antonio
Corcuera y, sobre todo, el pintor Andrés Zevallos de la Puente. Allí nos
encontramos con relatos tan divertidos y amenos como “Cuando el tío Lino
conoció Trujillo”, “El foforofo”, “El relámpago encerrado”, “El venado herido”, Etc.
Pero no se trata del único caso, sino que el tema fue retomado por otro
narrador cajamarquino, el celendino Julio Garrido Malaver, quien revalora y
reconoce la imaginación sorpresiva, el ingenio narrativo y el sabor local
desarrollado en “Los cuentos de don Pancho Yuca”, volcados en cuentos tan
ingeniosos y divertidos, como “El zapallo gigante”, “Los bueyes de palo”,
“Algunas historias de osos” o “No hay animales malos”.
En lo que se refiere a los cuentos del tío Lino, varios relatos de la
misma o similar temática se conectan directamente con “Las mentiras de don
Rodrigo” recogidas por el escritor otuscano, gran investigador y eminente
geógrafo, Efraín Orbegoso Rodríguez. Nosotros mismos hemos ampliado los textos en nuestro libro
“Cuentos de mi padrino y otras mentiras”.
Si de la narración, saltamos momentáneamente a la poesía, nos vamos a
encontrar con un libro inusual y sorprendente por la temática un tanto
insólita, que rompe con el concepto o la imagen modelada en torno de nuestro
eximio poeta. Me refiero al original libro “El placer de leer a Vallejo en
Zapatillas”, cuyo autor, Jorge Díaz Herrera, desarrolla la idea de que, por encima
o más allá de las observaciones que apuntan a la configuración de un Vallejo
acosado por el sufrimiento, el dolor, la angustia y la pobreza, su poesía está
atravesada por una rica y constante “faceta humorística, no por ello menos
tierna y humana”.
La explicación de este carácter no la limita Díaz Herrera al caso de
César Vallejo, sino que la encuentra en la idiosincrasia, en el modo de ser
peruano que en la sociedad andina encuentra un componente primordial. Por eso
bien vale la pena tener presente esta cita:
“Cómo poder negar que ese monumental laberinto de
descomunales proporciones que es el Perú encuentre en ese otro descomunal
laberinto (es un decir) que es la poesía de Vallejo su más genuina expresión,
expresión que a su vez encuentra en el Perú su más genuina vertiente. Tal como
si se dijera que Vallejo universaliza al Perú y peruaniza al universo. Sin
embargo, aunque no como rasgo exclusivo ni excluyente, hay en esa complicada
caracterología del ser peruano una característica común: el sentido del humor,
el acento irónico… El humor como arma. El humor como caricia. El múltiple
sentido del humor. Y creo no equivocarme que, en cuanto al humor como defensa,
no obstante ser una manera muy propia de casi todos los pueblos de la tierra,
tienen en el pueblo español y el pueblo peruano muchas analogías (…”. (p. 35).
Completamos esta referencia con los “Cuentos humorísticos de don Abelito
Poncho” (2013), publicado por sus parientes Juan Morales Castillo, Juan Miguel Morales
Alva y Ruperto López Alva en torno de los relatos de su inspirado antecesor del
pueblo de Contumazá.
En el contexto de esta rica temática ubicamos los breves y divertidos
cuentos que Angel Gavidia reúne magistralmente en “Los días y el viento”, algunos
de cuyos relatos nos muestran, por ejemplo, la sorpresa de haber encontrado
dormido al rayo acostado en su propia cama como consecuencia de alguna
tormenta; o el viento hambriento que se comió toda la sopa del plato y la olla;
y, obviamente, el trigal que se convirtió en miles de palomas mientras el
agricultor, al cosechar el cereal en su parva, lanzaba al viento paladas del
rico y dorado cereal.
Como una constante primordial, el referente geográfico, físico, social y
humano en el que se ubican y de los que
parten estos cuentos sigue siendo el espacio andino, la tierra, el área rural,
la casa familiar, recreadas bajo el impacto de la evocación y la nostalgia, en
cuyo entramado el humor, no la carcajada, es una rica e infaltable vertiente en
que se manifiesta la filosofía de la vida, una añorante nostalgia envuelta en
una suave sonrisa o en una filosófica
ironía que compensa carencias y lejanías que pugnan por no desaparecer ni
perderse en el olvido.
Los cuentos, como casi todos los relatos y la propia poesía del autor,
son breves, condensados, de síntesis, desarrollados ante la convocatoria y
atracción que ejerce la naturaleza y el ambiente rural, junto a las gentes
enraizadas en las propias entrañas de la tierra. Es como si el narrador,
trasplantado a la gran ciudad y urbe costeña, no pudiera vivir sin el sustento
nutricio de la naturaleza y de la tierra raigal, que recuerda y recrea con
tristeza y alegría como signos de solidaridad y devoción filial al suelo, al
pueblo, a sus gentes.
En otro plano, en el conjunto de estas historias cotidianas que de pronto
se enlazan con hechos y sucesos que rompen el discurrir común de la vida, para
alcanzar dimensiones extraordinarias, fabulosas y mágicas, encontramos los
componentes que caracterizaron en su momento a la narrativa del realismo
mágico, proceso que no puede juzgarse como una moda o postura estética, sino
como expresión real del modo de ser de nuestros pueblos, acostumbrados a una
violenta trasposición de los hechos y acontecimientos, de manera que lo extraordinario
y fabuloso se vuelve común y corriente y viceversa.
Curiosamente, los cuentos de “Los días y el viento” carecen de título y
solo son enunciados por números que presiden cada relato. El propio título del
libro no remite de modo directo a un relato específico; por tanto, el mismo se
explica en función de un significado contextual, porque es el conjunto el que
otorga sentido a los contenidos que se deslizan graciosos y traviesos en el
interior de cada relato. Por eso, los cuentos de este divertido y nostálgico
libro se resuelven en un proceso de simbolización
bisémica; es decir, valen tanto como relatos esenciales, compuestos por
pequeñas historias posibles y también por su dimensión mítica, es decir de
historias actualizadas, pero
transformadas y desarrolladas hasta constituir obras artísticas de muy alto
nivel que, por sus propios méritos, enriquecen sustancialmente el proceso de la
literatura peruana.
Trujillo, 12 de diciembre de 2014
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