Por Rubén Darío Flórez*
La anciana de rostro con arrugas como una escritura, vestida de satín verde me toma de la mano y dice: “Sin la yegua blanca, en un sueño no puedo decir lo que vendrá”. Me mira de frente. “Tu cara no me recuerda ningún espíritu de potro de esta tierra. ¿De dónde vienes?”. De Colombia, digo. La anciana pregunta: “¿Y dónde pastan los potros en invierno?”.
Empezaba la fiesta de Olonjo en Lakutia tierra rusa cerca al ártico. Y en el inmenso campo abierto, hacemos fila frente de un árbol del que se extiende una cuerda hasta otro árbol. Estamos en el efímero verano y los contadores de relatos épicos han venido de toda la gigantesca Lakutia, para recitar de memoria fragmentos del poema épico Olonjo. La anciana, una narradora de ochenta años me toma de la mano.
Hace muchos años en Lakutia, tantos que mi memoria no alcanza a retenerlos, antes de mi abuelo, antes de cuando llegaran desde el Asia central mis antepasados, decidieron establecer el ritual de sacrificio de la yegua. Hay que cortarle la aorta y evitar que la sangre se derrame. Una yegua así acompaña a cada difunto al viaje de ultratumba, a las praderas de eterno verano.
La anciana me guía por vericuetos de mitos donde las yeguas y los potros de carne jugosa están presentes en las creencias y no solo pastan en la inmensa extensión del horizonte, casi con el cielo pegado de sus crines. No hay montañas y esto produce la ilusión óptica del cielo fundido con la llanura.
En la película de A. Tarkovsky los caballos blancos son parte del paisaje. La línea del horizonte es infinita y en ese ámbito galopan los caballos que se echan en la tierra revolcándose. La anciana de rostro quemado por el viento, me da un nudo trenzado de crines de yegua blanca. “No garantiza que no habrá peligros, pero si llegan sabrás reconocerlos”. Y suelta una carcajada. ¿De qué está hecho tu instinto? Sus dientes de oro reflejan el árbol.
“Hay muchos, el de saber correr, el de sentir el miedo sin parpadear, el del amor y el de captar a alguien antes de que hable o haga”. El instinto es como el sexto sentido de un caballo. La casa ritual del festival Olonjo de verano nos espera. Hago fila ante la cuerda tendida entre dos árboles y anudo tres cintas. Roja, verde y malva. Me quedo pensando en mi instinto.
La anciana pareció esfumarse. Y entré. La fiesta estaba en su punto más alto. En el centro, no más de 30 años, vestidos con atuendos y casquetes rojos que acentuaban sus ojos rasgados, había dos artistas de canto gutural. El lugar fue invadido por un sonido profundo, hipnótico, bélico. Se sucedió un silbido y se acentuó el canto gutural de puro arte e instinto. Entre tanto sirven morcillas Jan, hechas con sangre y trozos tiernos de carne, lonchas finamente cortadas y especiadas.
Saboreo delgadas tajadas de lengua de siervo siberiano. Su sabor es incomparable. A mi lado, un anciano contador de leyendas, comenta que la carne de potro debe ser tierna para que la morcilla Jan quede del gusto como el que disfrutamos. Bebemos una copa de kumýs ligeramente dulce, hecho de leche de yegua. La canción narra el sueño de la yegua blanca que se perdió en el ártico y vio en los hielos una pradera florecida.
*Escritor colombiano
Rubén Darío Flórez |
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