1 de Mayo, historia de lucha

30 abril 2018

Diario La Primera.

Cuando los obreros de Estados Unidos, el 1º de Mayo de 1886 se lanzaron a la huelga general en demanda de la jornada de ocho horas, no fueron a festejar días de paz y fraternidad con sus explotadores, sino a luchar varonilmente, afirmando como clase desheredada el derecho a una mejor vida”.

Con estas palabras iniciaba Delfín Lévano su editorial de “La Protesta” del Primero de Mayo de 1913. Y continuaba así: “Consecuencia de esta lucha fue que el 14 de mayo, mientras la policía cargaba contra una indefensa multitud de huelguistas estallara una bomba en las filas de los legales asesinos de casaca. ¿Se trató de buscar al autor de este hecho, premeditado por capitalistas y autoridades? No. Estaba demás y era peligrosa toda investigación.

“Se quería sofocar el despertar proletario, y la autoridad se concretó a apresar a los que, por su valentía, inteligencia y entusiasmo en la lucha, se habían distinguido entre sus compañeros. La rabia patronal se ensañó con ocho obreros que, por su verbo candente de luz y verdad, habían sido el alma del colosal movimiento de reivindicación. Spies, Fischer, Engels, Parsons y Lingg fueron condenados a muerte, y el 11 de noviembre, los cuatro primeros subían al patíbulo, siempre altivos, desafiantes y temibles hasta el último momento de sus heroicas vidas. Lingg se suicidó en la prisión mordiendo un cartucho de dinamita. Fue rebelde al extremo, pues no permitió que sus verdugos saciaran sus cobardes venganzas, viéndolo pender de la horca. Schwabb, Neebé y Fielden fueron condenados a cadena perpetua”.

El relato de Delfín Lévano subraya la continuidad en las ideas y la lucha de la clase obrera peruana. La primera manifestación de Primero de Mayo en el país, la de 1905 (en que se lanza el reclamo de las ocho horas ante una gran asamblea obrera) y este artículo de 1913 son hitos que revelan la comprensión constante de los primeros organizadores del movimiento obrero, respecto al carácter de esa fecha como día de protesta, de lucha y de solidaridad internacional.

Iniciadores en EE.UUCorresponde a los trabajadores avanzados de Estados Unidos el haber iniciado la lucha por la jornada de ocho horas de una manera centralizada y planificada. Lo recuerda Marx en “El Capital”, en el fascinante capítulo titulado precisamente “La jornada de Trabajo”. A lo que hay que agregar que fue Marx quien imprimió a la tarea su carácter mundial.

A mediados del siglo XIX vivía en un tugurio de Nueva York el obrero William Sylvis, padre de 5 hijos. Su salario era de 12 dólares semanales por una jornada diaria de 12 horas. Corresponde a este titán proletario el haber sido uno de los iniciadores de la lucha por la organización sindical y por la jornada de ocho horas. Una de sus primeras hazañas fue crear la organización sindical de su gremio, el de fundidores. Más tarde contribuyó a crear la “National Labor Union” (Unión Nacional de Trabajadores), a la que sin embargo criticó el no incluir negros en sus filas, una tendencia que todavía subsiste en el sindicalismo estadounidense.

Fue dicha Unión la que acordó en 1866, en Baltimore, en su convención inaugural, la campaña por las ocho horas, que se sumaba a la emprendida poco antes por una Liga por las Ocho Horas.

La lucha sindical obtuvo en 1868 una primera victoria al dictar el gobierno federal de Washington una ley que establecía las ocho horas para los empleados gubernamentales.

A partir de entonces, nuevas organizaciones obreras se sumaron a la acción en pro de la reducción de jornada. Entre ellas, los “Caballeros del Trabajo” y la recién fundada Federación Americana del Trabajo. Esta acordó, en convención de 1884, que el 1ª de Mayo de 1886 se efectuara una gran manifestación por las ocho horas.

Eran años en que las filas de la clase obrera de los Estados Unidos se incrementaban velozmente. Fernando Braudel precisa, en “Las civilizaciones actuales”, que la población rural de ese país disminuyó del 65 por ciento del total en 1880 a 51.7 por ciento en 1899.

Parejamente con el crecimiento de la clase obrera, la burguesía monopolista yanqui iba sacando las garras. En la década de 1880 apareció la siniestra organización policial privada de Robert A. Pinkerton, que contaba con fuerzas de caballería, infantería y artillería. Esta muestra temprana del potencial fascista norteamericano rompía huelgas, infiltraba agentes provocadores, asesinaba dirigentes sindicales, producía actos de violencia para desacreditar el movimiento obrero.

Centro de la lucha por las ocho horas fueron anarquistas y socialistas, algunos de ellos emigrados alemanes, polacos, rusos, italianos. Principal animador a la altura de 1889 era Alberto Parsons. Richard O. Boyer y Herbert A. Morais en su “Labor’s Untold History” (La historia silenciada de los trabajadores) recuerdan que aquel gran precursor había nacido el 20 de junio de 1848, en Montgomery, Alabama. A los cinco años de edad, Parsons quedó huérfano. A los once años era obrero tipógrafo y a los trece, ingresó en la guerra civil como voluntario. Ha de recordarse que toda la vanguardia sindical de la Unión se lanzó a la guerra en las filas norteñas, en lucha contra la secesión y el esclavismo. Cuando la guerra terminó, Parsons era, a los 17 años, un veterano que había contribuido a salvar, por las armas, la unidad de su país.

Era asimismo un hombre con las mejores cualidades de su pueblo: enérgico, alegre, práctico, innovador. Poco después fundó el periódico “Spectator” en que reclamaba derechos para los negros, a pesar de amenazas de otros hombres blancos que lo veían como un renegado de su propia raza.

En el claro mediodía de su vida, a los 25 años de edad, Parsons se casó con la india mexicana Lucy Eldine González, que fue su gran inspiradora y compañera de lucha. Trece años después, en 1868, la brega masiva por la jornada de ocho horas contaba en su núcleo con la irradiante presencia de Parsons y de su periódico “Alarm”, en que colaboraba a menudo la suave y enérgica Lucy, para entonces madre de dos niños.

Ese abril de 1886 quedó grabado con caracteres de fuego en la memoria del proletariado de Norteamérica. Inmensas manifestaciones preparatorias del 1º de Mayo inminente se celebraron en varias ciudades. Marchas y canciones llenaron el ambiente. 

Era una amenaza “comunista”, según dijo la prensa burguesa. “The New York Times” calificó de “un-american” (antiamericano) el movimiento, y aseguró que “las perturbaciones laborales son introducidas por extranjeros”. Entre los diarios más violentamente contrarios a los trabajadores figuraba ciertamente el “Chicago Tribune”, el archirreaccionario cotidiano de la familia McCormick, propietaria asimismo de la Compañía International Harvester, encarnizada enemiga de las reivindicaciones obreras. (Sesenta años después, el Coronel Robert McCormick, digno vástago de la familia, iba a ser uno de los integrantes de la “American Action Inc.”, que ayudó a ungir senador a Joseph McCarthy y que fue descrita por el Representante Wright Patmann, de Texas, como “un grupo de fascistas que buscan preservar los derechos de propiedad e ignoran los derechos humanos”).

Pocas veces la desnaturalización de los objetivos obreros ha sido tan grotesca como en ese abril de 1886. Los diarios declaraban que los preparativos para el Primero de Mayo constituían “comunismo espeluznante y rampante” y, que la jornada de ocho horas conduciría a “la holgazanería, el juego, el libertinaje y el alcoholismo”.

Parsons, norteanericano puroPero el día llegó. En Chicago le abrió paso una mañana luminosa y suave, de primavera. Aunque era sábado, día laborable, ochenta mil trabajadores de la ciudad se habían declarado en huelga exigiendo la jornada de ocho horas. En todo el país, unos 390,000 se habían manifestado en marchas, no menos de 190,000 habían parado. Era un gran estreno del Primero de Mayo.

Parsons estaba allí, henchido de alegría, caminando por la Avenida Michigan de Chicago, al lado de su mujer y sus dos críos. Muy pronto se le acercó Augusto Spies, un anarquista alemán con once años de residencia en el país, director del “Arbeiter Zeitung” (Gaceta de los Trabajadores). Mientras esperaban que comenzara el desfile, Spies le mostró una información del “Chicago Mail”: “Hay dos peligrosos rufianes sueltos en esta ciudad; dos cobardes huidizos que están tramando crear agitación. Uno de ellos se llama Parsons; el otro es Spies… Márquenlos por hoy. Ténganlos a la vista. Háganlos personalmente responsables de cualquier desorden que ocurra. Hagan con ellos algo ejemplar si se producen los disturbios”.

A pesar de tanto anuncio siniestro, no hubo ningún desorden. Miles y miles de trabajadores desfilaron en Chicago, ordenada y pacíficamente, bajo el Sol de la primavera y de la esperanza. Entre los oradores estuvieron Parsons, Spies, el socialista Samuel Fielden y Miguel Schwabb, otro emigrado de Alemania, con ideas anarquistas.

Al día siguiente de ese Primero de Mayo inaugural, Parsons partió a Cincinnatti, donde se realizó otro mitin en que fue orador. El lunes 3 se produjo en Chicago un desorden inesperado. En las fábricas de tractores de los McCormick, en las que en 1885 se había producido una matanza de obreros a manos de los “Pinkertons”, una multitud obrera arremetió contra 300 rompehuelgas.

Estos crumiros eran “Pinkertons”, es decir, alquilones pagados por la organización policíaca ya mencionada. La fuerza pública intervino. Disparó desde la retaguardia de los huelguistas y mató a seis de éstos. Esta defensa salvaje de los amarillos indignó sobremanera a los trabajadores.

Spies escribió esa misma noche en su periódico en alemán una famosa “Circular del desquite”. Las organizaciones obreras decidieron convocar un mitin de protesta para el 4 de mayo.

Al mediar ese día, Parsons retornó de Cincinatti. En la noche debía acudir al mitin de protesta, citado para la Plaza Haymarket, pero su esposa le informó de que había convocado para esa misma hora una asamblea de costureras desde tiempo atrás deseosas de organizarse. Parsons decidió faltar al mitin central y acudir, con Fielden y otros dirigentes, a la reunión de las obreras. Precisamente cuando Parsons y familia se dirigían a la reunión de costureras, fueron alcanzados por un emisario de Spies. El mitin de Haymarket hervía de gente pero carecía de oradores.

En el centro de la Plaza Haymarket, Spies había colocado un vagón para que sirviera de tribuna. Allí arengó él mismo a la multitud. Luego tocó el turno a Parsons. Cuando éste concluyó, eran las diez de la noche. Quince mil personas, según testimonios contemporáneos, llenaban en ese momento el lugar. El alcalde de Chicago, Carter Harrison, que no sentía ninguna particular amistad por los obreros, iba a recordar más tarde la atmósfera de esos comicios: “Con excepción de algún fragmento de un minuto de duración y durante el cual temí ser inducido a disolver la reunión, el discurso de mister Spies era tan moderado que lo califiqué de “inofensivo” ante el capitán Bonfield. El pasaje del discurso de Parsons que provocó la mayor agitación se refería a una estadística sobre la proporción de las ganancias del capitalista en perjuicio del trabajador”.

“Me parece –continúa el alcalde– que dijo que el capitalista recibe 85 por ciento y el trabajador el restante quince por ciento. Volví al comisariado y le dije a Bonfield que, según mi opinión, los discursos habían terminado sin que nada ocurriese. Estaba claro que nada iba a ocurrir que exigiese una intervención. Sugerí que sería mejor que Bonfield impartiese órdenes para el retiro de las fuerzas de policía”.

Mientras hablaba Samuel Fielden, el tercer orador de la noche, empezó una lluvia torrencial, que dispersó a la muchedumbre. Sólo unas quinientas personas quedaron en la plaza. En ese momento se acercó el capitán John “Clubber” (Cachiporrazo) Bonfield, al mando de 180 hombres, al vagón. Intimó: “En nombre del pueblo del Estado de Illinois, ordeno que este mitin se disperse pacíficamente de inmediato”.

“Pero capitán”, exclamó Bielden, “estamos actuando pacíficamente”.

Una provocaciónDe pronto, desde una calle lateral se levantó hacia el espacio un objeto llameante. Era una bomba que fue a hacer explosión en las filas policiales. Un custodio del orden murió instantáneamente y otros siete quedaron gravemente heridos. Los policías empezaron una balacera enloquecida, a diestra y siniestra, contra el gentío que huía espantado. Hasta hoy no se ha podido averiguar cuántos obreros murieron en esa noche trágica.

Luego se produjo una bacanal del odio en la prensa y en la opinión pública “bienpensante”. El juicio fue una farsa a la que concurrieron testigos pagados, cuando no aterrorizados por las torturas. El jurado elegido estuvo conformado por empresarios y sus escribientes. Uno de los cargos aseguraba que los acusados formaban parte de una conjura para derribar el gobierno de los Estados Unidos y que la bomba de Haymarket era la señal para el asalto general. En todo el país se inició una cacería de dirigentes obreros.

La solidaridad obrera y popular no tardó, sin embargo, en tomar la contraofensiva. El comportamiento altivo, la inteligencia clara de los acusados, les atrajeron las simpatías de lo mejor de Estados Unidos. Hasta hubo el caso de una heredera, la bella Nina Van Zandt, que se casó con Spies por poder en la esperanza de aliviar en algo la suerte de éste.

Lucy, la compañera de Parsons, emprendió una campaña por la libertad de los líderes obreros. Acompañada por sus dos pequeños recorrió dieciséis Estados de la Unión, pronunció discursos, reunió dinero, escribió a las organizaciones obreras, fue apresada, injuriada, impedida de hablar. Todo por “salvar la vida de siete hombres inocentes, uno de los cuales me es más querido que la vida misma”.

Las autoridades de los Estados Unidos no prestaron oídos a nada. La Corte Suprema rehusó revisar el caso.

Los parlamentarios no prestaron el menor interés a un acuerdo de la Cámara de Diputados de Francia en pro de la clemencia. Poco antes del 11 de noviembre de 1887, día fijado para la ejecución, Parsons escribió a su mujer una de las más bellas cartas de amor que haya dictado un corazón varonil: “Mi pobre, querida esposa… Te dejo en herencia al pueblo, mujer del pueblo. Tengo que formularte un ruego; no cometas ninguna imprudencia cuando me haya marchado. Abraza en cambio la gran causa del socialismo, por la cual doy la vida”.

Seis años después de la ejecución, John V. Altgeld, Juez del Estado de Illinois, iba a proclamar la inocencia de los mártires de Chicago. “Los documentos que tengo ante mí demuestran que fue un proceso injusto y no me queda más, en nombre de la justicia, que declarar inocentes a los procesados y ordenar la libertad de Samuel Fielden, Oscar Neebe y Miguel Schwab.- Chicago, 26 de junio de 1893”.

César LévanoDirector



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