Versión de
Ángel Gavidia
EL ECO DEL ABRAZO
Estábamos ya en
el Cuzco y nos llegó la noticia de que peligraba la guerrilla de Pataz. ¡Cómo
íbamos a dejar la guerrilla sin ayuda!¡ Cómo! Entonces Lucho pidió a un
experimentado compañero que se dirigiera allá. Disculpe compañero, dijo él,
pero a mi me falta aprender mucho de usted; permítame seguir acompañándolo.
Entonces yo me ofrecí. Ya, dijo Lucho, entonces te vas. Al día siguiente, muy
temprano iniciamos el viaje. Pensé que iba ha ser más fácil despedirme. Pero
no. Fue lo más difícil. Hubiera querido decirle a Lucho muchas cosas. Nos
abrazamos fuerte, nos soltamos, nos volvimos
abrazar, nos volvimos a soltar y así por más de cuatro veces. No dijimos
palabras. Y cuando descendíamos con los cinco compañeros que me acompañaban no
quise mirar atrás por que sospechaba que podía flaquear. Bastaba un mínimo gesto de Lucho para que me quedara. Y no,
pues. Nuestro deber estaba en otro sitio. Pero aún lamento la hora en que lo
dejé. Se me ocurre, sin razón quizás, que si me quedaba con él, Lucho no
hubiera muerto. Se me ocurre y me labra el corazón.
LA ÚNICA VEZ EN QUE LUCHO SE PUSO DE RODILLAS
Me dices que el Che amaba la poesía. Me dices que
encontraron en su mochila Crepusculario
de Neruda. A Lucho de la Puente
no le gustaban los poetas. Decía que los poetas de alguna forma se masturbaban
o algo así. Pero ante Vallejo no decía nada. O mejor dicho decía que le llegaba
al corazón. Por eso estuvo deambulando tres días por el Cometiere du
Montparnasse hasta dar con su tumba. Nadie daba razón, hasta que lo
encontró. Allí, me dijo, me postré hermano. Caí de rodillas a pesar mío y todo
mi cuerpo fue una oración para el poeta, mi paisano, César Abraham.
SU PRIMER AMOR EN NUEVA YORK
Lucho me contó también que la primera vez que llegó a
Nueva York y estando en la Quinta Avenida ,
como puede estar un hombre del Perú; es decir, probablemente, algo intimidado,
con toda la nostalgia y con toda la
soledad del mundo, supongo, pensó en su primer amor, una prima suya que residía
en la gran ciudad norteamericana, su amor de adolescente, casi de niño. Habían
pasado 15 años o quizás más. Y mientras
la recordaba ve una muchacha que caminaba junto a él. ¡Grimelda!, le dice; ¡Lucho!,
contesta ella. El destino se había portado como amigo, qué amigo, cómplice, esta vez.
LOS “COMUNES” NOS SALVARON
Un buen día nos llegó a nuestra celda el “boquillazo”
que esa noche nos trasladarían a Lima. Estoy hablando de cuando estuvimos
presos en la cárcel de Trujillo por la muerte de Sarmiento, el aprista que
pretendió masacrarnos a Lucho y a mi. Nos llegó la información, pues, y ya
teníamos el antecedente de Arévalo y la “ley fuga”. A Lima no llegamos vivos,
pensamos. Y decidimos no dejarnos sacar de nuestra celda. La aseguramos con
gruesas cadenas y candados y nos apertrechamos de botellas y otros objetos
“contundentes”. Y esa noche, efectivamente, llegó el contingente que nos
trasladaría a la capital. Les hicimos pelea. Pero nos hubieran doblegado de no
ser por los presos comunes que se anoticiaron y comenzaron a sacudir las rejas
hasta hacer temblar la prisión. Nuestros captores se atemorizaron con el
endiablado estruendo y se fueron. Por eso no exagero cuando digo que los presos
comunes nos salvaron la vida aquella vez.
EL HOMBRE QUE NO TENÍA MALICIA
Lucho no tenía malicia. Creía con una fe de niño en la
gente. Yo digo, le faltaba calle, le faltaba barrio. Por dedicarse a estudiar,
seguro, descuidó el contacto con la maldad. Te digo esto porque un compañero
suyo del Colegio San Juan me contó que en los recreos, cuando todo el mundo jugaba,
Lucho leía. Y eso explica por qué se
dejó impresionar por un maldito soplón que resultó su mano derecha en México cuando lo deportaron por primera vez. ¡Un
soplón junto a la cabeza del movimiento, hermano! La mujer con la que convivía
Lucho en México le advirtió. La intuición femenina, seguro. Este hombre no me
gusta, Lucho. Pero él, nada. Y cuando
Lucho retorna al Perú y envía a este
infiltrado a buscarme, yo lo veo de lejos, y olía a policía a un kilómetro de distancia,
hermano, y le digo a Lucho “oye, tu guarda espaldas es un soplón” y el me dice
“me corto las manos por él”, me hizo
dudar, me hizo dudar, pero me quedé con la espina. Después, cuando hallamos a
la prostituta, que fungía de esposa del soplón en México, y nos cuenta todo ya era
tarde. Demasiado tarde.
Los hermanos De la Puente quedaron huérfanos de padre cuando aún
eran niños. La madre de Lucho vivía en una casa hacienda junto con su hermana,
la misma que tenía por esposo a un alemán. La hermana y el alemán tenían hijos contemporáneos con los De la Puente. Esto que te cuento nos
contó Lucho en la prisión. Tú sabes,
allí se cuenta todo. Nos dijo que el
alemán traía para sus hijos juguetes muy hermosos, todos “de tienda”, que los
primos compartían, amigablemente, con él y sus hermanos. Pero un día el alemán
se entera y reprende muy severamente a sus hijos. Entonces Lucho y
sus hermanos se quedaron sin juguetes. Su madre
trata de suplirlos haciéndoles
juguetes artesanales. Los niños valoraron el esfuerzo pero no era igual. Allí,
seguro, Lucho de la Puente ,
tuvo su primer contacto con la lucha de clases; porque, esto, que para cualquier otro no hubiera
pasado de una anécdota más o menos
triste, nos lo contó llorando. Esto
le marcó la vida. Al menos así pienso yo: la injusticia de los niños que no
tienen un juguete para poblar su infancia.
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