por: Julio Carmona
Si la moral es la legislación conductual
que la sociedad impone al ciudadano, la ética es el trasfondo moral que a sí
mismo se impone cada ciudadano individual. Por eso se califica de inmoral a
quien conociendo las restricciones conductuales en la sociedad, hace caso omiso
de ellas. Y, asimismo, se llama amoral a quien se encuentra despojado de todo
condicionamiento moral, es decir, un ignorante, irredento de toda
consideración. El primero es condenable socialmente (no judicialmente) por
quienes sí respetan y cumplen con las normas morales, y se le señala como un
transgresor de la ética; cuando esa transgresión es involuntaria, se espera y
se acepta la enmienda; en caso contrario —si no existe enmienda— la condena es
irrevocable, y no solo eso, sino que se le debe trasladar al rango de lo
amoral.
En el caso de quienes pueden y deben
evitar transgredir las normas, o rectificarse por su transgresión, se debe
ubicar a personas con cierta formación profesional o laboral (empleados de los
sectores público/privado, trabajadores del campo y la ciudad con nivel de
civismo y con mayor razón si se trata de egresados de estudios superiores). Y
deviene imperativo categórico si se trata de un servidor público que ostenta
cargo administrativo relevante, como —por poner un ejemplo— ser Secretario
General de una Universidad Nacional, porque una de las prohibiciones que
establece el Código de Ética de la función pública,
dice que: «El servidor público está prohibido de obtener o procurar beneficios
o ventajas indebidas, para sí o para otros, mediante el uso de su cargo,
autoridad, influencia o apariencia de influencia.» (Artículo 8°, inciso 2).
Hago esta reflexión sobre el tema,
recordando un caso que observé cuando estudiaba secundaria. En cierta ocasión,
la autoridad del colegio dispuso que los estudiantes pintasen sus aulas y las
pusieran bajo la égida de alguna personalidad paradigmática (y se iba a premiar
al aula mejor acondicionada). Y cuando las aulas estuvieron dispuestas observé
que una de ellas (no precisamente la mía, sino de un año superior) había sido
designada con el nombre de uno de nuestros más queridos profesores. Y cuando le
tocó clase en la mía yo lo felicité. Él retrucó que no era nada meritorio, pues
se había hecho sin su consentimiento, y no tuvo oportunidad de evitarlo. Y dijo
que no era ético rendir homenaje institucional a una persona viva, y que
incurrían en esa falta de ética tanto quien hacía la propuesta como quien la
aceptaba. Y concluyó que esperaba se hiciera la rectificación al año siguiente
cuando mis compañeros y yo pasásemos a dicha aula. Y así fue. Hicimos justicia.
Borramos el nombre de dicho profesor y elegimos otro ya finado, y con una
trayectoria impecable de moralidad y ética a toda prueba, es decir, ya
imposible de ser variada, posibilidad que no se da en personas que están con
vida y mucho menos con aquellas que se pasan de vivas y que muy sueltas de
huesos aceptan el hecho, con un amoralismo raigal.
Ahora bien, si la reflexión tiene asidero
en un hecho pasado, obviamente es aplicable a futuro y también al presente
(tres instancias de la historia: de la magna o nacional, de la pequeña o
institucional y de la doméstica o personal). Y, sin ambages, aquí me refiero a
un caso lamentable y ya consumado, ocurrido en la Universidad Nacional de
Piura. A la refacción que se ha hecho de un pabellón de aulas antiguo se le ha
puesto el nombre de un profesor que el único pergamino que ostenta es ser el
profesor más antiguo en función. Pero la lógica más elemental conduce a
determinar que debe haber otros profesores tan antiguos como él aunque
cesantes, a quienes tampoco se les podría designar para un homenaje como el
aquí comentado por el impedimento ético ya aludido. Sin embargo, también es de
suponer que, en la historia académica de la Universidad Nacional de Piura,
tiene que existir otro docente ya fallecido y de digna y eficiente performance
profesional, docente y decente, a quien se puede honrar para que también su
nombre honre a la institución que lo designa.
Todavía se está a tiempo para la
rectificación ética. De lo contrario, el baldón ya infringido derivará en
inmoralidad —de quien lo ofrece y de quien lo acepta— por saber que no es ético
el acto de marras, y no obstante haber incurrido en él, o devendrá acto amoral
por saberse o sentirse huérfanos de todo principio ético.
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