Clareando la mañana, el primo
Domitilo Velásquez levantándonos de la cama, nos dice:
-Vamo, primo, a comprar pescado
al muelle- intuyendo mi ansiedad, complementa- para que te asustes viendo el
mar.
Subiéndose el cierre de su
casaca y riéndose.
- A todos los serranos les pasa
lo mismo, pero no te preocupes primo; que si te ahogas, yo te
salvo.
Nos vestimos apurados y un
airecillo diferente nos eriza la piel.
– Aquí la humedad te friega,
primo; yo tengo asma, por esta maldita humedad– carraspeando.
Al trote salimos de la casa y un
perro chusco, todo mojado por la llovizna y con el rabo entre las piernas, pasa
delante nuestro.
–Jodido es esto del asma,
primo-, explica- pareciera que te falta el aire, que te ahogas y no puedes ni
respirar; parece que te mueres...
La neblina nos impide mirar a la
distancia. Una suave llovizna moja nuestros cabellos y nuestra ropa: es la
garúa, nos comenta; pero no entendemos.
-Lluvia, como de La Playería, nu'es-,
le decimos.
-Ya sé, primo, pero esta garúa
no te moja, te empapa, te molesta y encima te da asma y te jode todo el
tiempo.
Extendemos los brazos para
sentir esa fina llovizna y la humedad.
Nuestros siete años no logran
discernir lo que sucede a nuestro alrededor.
–En La Playería, primo, llueve
lindo y de a de veras, con sus truenos y sus relámpagos, como si el cielo se
desbarrancara, primo –comentamos, llenos de orgullo.
Un automóvil verde pasa a
nuestro costado.
–¡Cuidadito, primo, que'sos animales
matan!, nos dice riendo–.
De un callejón sale un perro
orejudo, ladrando y corriendo detrás nuestro:
-¡Hasta los perros te persiguen,
primo, es mala seña!-, se burla.
Doblamos tres cuadras a la
derecha y luego de frente cuatro cuadras a la izquierda y allí está el
mar.
Inmenso, nos sobamos los ojos,
pensando que las legañas y la neblina no nos dejan mirarlo bien. Nuestra mirada
no alcanza su distancia.
Un barco enorme –bateota
gradodotota, pareciendo– se mece ante nuestros asombrados ojos fiuuu,
es un barco de a verdacito, no como los dibujos de nuestro libro de
primer año de primaria.
–Y por qué, pué, los
barcos no si'unden primo –preguntamos incrédulos, ante
tremenda inmensidad.
A lo lejos, un montón lanchas se
acerca lentamente al muelle.
–Porque flotan –contesta
sin mirarnos, acordándonos del maestro Alipio Tavarez, cuando en las clases de
geografía nos habla del Sol y los planetas.
La neblina impide mirar el
horizonte. A nuestras espaldas, tímidamente va apareciéndose el Sol.
–¿Y por qué flotan, primo?,
preguntamos de nuevo, con nuestra ingenuidad infantil.
–¡Oe, serrano de mierda!
¿Has venido a conocer el mar o a tomarme examen?, contesta entre burlón y
molesto el primo Domitilo.
Nos quedamos con las ganas de
explicarle lo que hemos leído en nuestro libro de primer año en la enciclopedia
Venciendo –libros más mejores, dejuro, leyerán en
la costa, ¿di?– sobre volúmenes y densidades, que tampoco entendemos
bien, pero en el libro bienescribido está.
Caminamos sobre el muelle y el
miedo se apodera de nosotros crispándonos los trinches de la nuca.
–¿Y si se cae la muelle? ¡Achichín!-,
decimos– y el primo Domitilo juega a empujarnos –¿Y si nos
resbalamos?-, nuestro corazón pum pum pum–, riéndose.
Miramos entre los tablones, cómo
se mueve el agua del mar –espuma, espuma, nomá es–.
–¡Alalay, qué friote
qui'ace, primo!– las olas chocan contra los rieles del muelle que soportan
a los tablones, sobre los cuales estamos parados.
–Aquí no se dice alalay,
primo–, salpicándonos el agua del mar, mojando nuestros pantalones como fina
llovizna– en la costa se dice, qué frío, nada más; si te escuchan, van a decir
que eres serranazo recién bajadito y te van a joder todo el tiempo- nos previene.
En la distancia, el azul oscuro
del fondo clarea con los rayos del sol.
Los pescadores, con su pantalón
remangado a media canilla, cargan canastas de chorreante y fresco
pescado.
–Ajajá, jaja jay-,
decimos sorprendidos-, di'aquí se lleva ña Gaudencia el pescao seco,
medio agusanao, pa' La Playería y que mama Beca
le cambia con camotes.
El primo Domitilo, narizón y
flacuchento, es conocido en el muelle. Regateando precio, compra dos pescados
grandes –es Bonito, nos dice–, cargándolo en una bolsa de
yute –es pal' desayuno, primo– y desandamos alegrados y contentados el
trecho de retorno a casa.
El Sol inunda con su claridad y
la neblina ha desaparecido. Nos paramos al inicio del muelle, mirando
extasiados el mar.
–Serranazo –se burla el
primo Domitilo, desde sus catorce años–, igual que todos los bajaditos, se
quedan cojudos viendo un poco de agua –riéndose, emprendemos la
vuelta.
La tarde ha entibiado el Sol y
con toda la familia vamos a la playa.
Mama Beca ha mejorado de su salud. El encuentro con
la Nievitas y sus hijitos será pué, aparte de los tónicos,
pastillas y ampolletas aplicadas.
-Son los trastornos de la
menopausia, señora-, ha dicho el doctor Gaviria; -siguiendo mis indicaciones
mejorará-, acomodándose el nudo de su corbata roja.
Cogida de los brazos de la
tía Nievitas, mama Beca se ha animado a meterse al mar y darse
un remojón.
El viejo Joshua y el tío
Federico se han emborrachado hasta el amanecer, dándole alguashpaicito y
a los tristes playerinos.
Un buen caldo de cabeza de
bonito y un par de buenos tragos de cañazo para cortar la mañana los ha
restablecido y han llevado unas cervezas –pa' no perder la
costumbre, Joshua– toman sentados sobre la arena.
Tomando se acuerdan de sus
viejos tiempos.
Sobre una toalla y tendida de
espaldas sobre la arena está la prima María Elena y sus diecinueve años.
Ajustada a su generoso cuerpo tiene una ropa de baño, negra, que descubre, ante
nuestra atónita y desorbitada mirada, el encanto de sus desafiantes caderas y
sus espléndidos muslos de una blancura deslumbrante.
Nuestros siete años no
entienden, qué es lo que nos impresiona más:
La inmensidad, plenitud y
hermosura del extraño mar o la hermosura, inmensidad y plenitud de los bien
formados muslos de la prima María Elena.
O la plenitud, inmensidad
y hermosura de sus encantadoras y gloriosas caderas, sumergiéndose entre la
espuma del mar.
Una repentina y traicionera ola,
inoportuna y desleal, nos arrebata el encanto de este inolvidable momento
–pum pum pum, nuestro pecho latiendo–, deslumbrados, tumbándonos
patas arriba, haciéndonos tragar bocanadas de agua salada.
Ni eso ha podido sacarnos del
cerebro el maravilloso recuerdo de los bien formados muslos de la prima María
Elena y sus espectaculares caderas, perdiéndose entre las aguas del mar.
Fueron nuestro delirio y
martirio, nuestro contento y sufrimiento.
Febril visión en nuestros
adolescentes sueños de húmedos despertares.
Fuente:http://nalochiquian.blogspot.com/2014/12/mar-por-fransiles-gallardo-magdalena.html
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