Por: Jorge Rendón Vásquez
Un juez de primera instancia se ha atribuido la facultad de paralizar a una comisión investigadora del Congreso de la República con una resolución que trata, en el fondo, de impedir el ejercicio de una investigación sobre determinados hechos del ex presidente de la República Alan García Pérez.
Otro juez de primera instancia ha emitido una decisión semejante respecto del rector de una universidad privada.
En ambos casos, los jueces han hecho lugar a sendas acciones de amparo interpuestas contra el Congreso de la República por actuar aplicando normas expresas de la Constitución Política que les confieren la facultad de “iniciar investigaciones sobre cualquier asunto de interés público” (art. 97º)
¿Hasta qué punto los jueces pueden enervar las decisiones de otros Poderes del Estado por la vía de la acción de amparo?
La acción de amparo “procede contra el hecho u omisión, por parte de cualquier autoridad, funcionario o persona, que vulnera o amenaza los demás derechos reconocidos por la Constitución” (Const., art. 200º-1; derechos distintos de la libertad individual).
Por lo tanto, esta acción procede también contra hechos u omisiones del Congreso de la República, que entra en la categoría de “autoridad” o “funcionario”, siempre y cuando se aduzca la vulneración de algún derecho reconocido por la Constitución.
En los dos casos citados, no hay, sin embargo, infracciones de derechos constitucionales. Los investigados por el Congreso no son acusados y no les tocan las reglas del debido proceso, que podría seguir o no como resultado de la investigación.
Prima facie, ambos jueces han incurrido en una irregularidad, que difícilmente dará lugar a la apertura de un proceso disciplinario y a una ulterior acción por prevaricato, porque son, eufemísticamente, el Poder Judicial, y, en principio, éste no se castiga a sí mismo.
Vistas así las cosas, se advierte que hay una disfuncionalidad en la relación del Poder Judicial con el Poder Legislativo y con otras instituciones autónomas por la Constitución.
El Poder Judicial, por su función de controlar la legalidad resolviendo conflictos jurídicos, puede intervenir en los conflictos de esta naturaleza en que una de las partes sea otro Poder del Estado, incluida la acción de amparo en los tramos de primera y segunda instancia.
Decir Poder Judicial a secas es referirse a una entelequia que no puede actuar como tal. Desde el punto de vista de la Sociología, el Poder Judicial es un grupo de magistrados, organizados jerárquicamente e investidos de la facultad de conocer los procesos suscitados por esos conflictos y de emitir decisiones, resolviéndolos. Cada juez ha recibido, por lo tanto, una parcela del poder de decidir sobre la vida, la libertad, los bienes y otros valores de las demás personas naturales y jurídicas.
Un juez, en nuestro país, es un abogado incorporado por concurso al ejercicio de la función judicial. Se debe suponer que posee los conocimientos, la práctica, la imparcialidad y la sindéresis indispensables para ejercerla, verificados por el Consejo Nacional de la Magistratura que los nombra, un sistema que evita la injerencia de los otros poderes del Estado en la conformación del Poder Judicial. No hay, empero, seguridad absoluta de que, a pesar de esta forma de selección, los jueces se mantengan ilustrados y limpios. Los jueces no viven aislados de la sociedad, no se han formado fuera de ella, ni son inmunes a las influencias de su medio, y en particular a la corrupción, por conveniencias personales, familiares, crematísticas, políticas, religiosas, de club o secta, o por ignorancia. Y no existe, en nuestro país, un sistema eficaz de sanción de los magistrados y fiscales que incurren en prevaricato, complementario de su nombramiento imparcial y con igualdad de oportunidades.
Cuando un juez tiene ante sí un proceso entre dos o más particulares, o cuando juzga a un acusado, su decisión se limita a ellos. Si se equivoca o ex profesamente infringe la ley decidiendo, la apelación de las partes afectadas brinda la posibilidad de una corrección en la instancia superior confiada a tres o más jueces, posibilidad reconocida como el derecho constitucional de la doble instancia. Aunque una decisión en este nivel tampoco ofrece la garantía absoluta de la imparcialidad, la presencia de tres o más jueces permite un mayor control en la emisión de las sentencias.
La importancia de los procesos judiciales es cualitativa y cuantitativamente mayor cuando una de las partes es un poder del Estado o una institución autónoma estatal que obran en virtud de facultades atribuidas por la Constitución. En estos casos, confiar esos procesos y la decisión a jueces de primera y de segunda instancia, como ocurre actualmente en las acciones de amparo, genera un desequilibrio consistente en que una persona, en primera instancia, y tres, en segunda, se equiparan a cuerpos colegiados con un número mayor de integrantes y de una jerarquía más elevada: el Congreso de la República: 130 representantes; el Consejo Nacional de la Magistratura: 7 vocales; el Jurado Nacional de Elecciones: 5 miembros; una sala de la Corte Suprema: 5 vocales.
Este desequilibrio es una forma de abuso del derecho, prohibida por la Constitución (art. 103º)
La Constitución Política no establece, tampoco, que los jueces de primera y de segunda instancia intervengan necesariamente en todas las acciones de amparo. Corresponde a la ley determinar los niveles de quienes hayan de actuar en este proceso.
Con respecto a las acciones de amparo interpuestas contra el Congreso de la República, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Jurado Nacional de Elecciones y una sala de la Corte Suprema (impugnando una sentencia firme), se debería disponer por una ley modificatoria del Código Procesal Constitucional que, en primera instancia, tramita y resuelve el proceso la Sala Constitucional y Social de la Corte Suprema, salvo que esta sea la cuestionada, en cuyo caso el conocimiento de la acción pasaría a una sala civil, y en apelación, el Tribunal Constitucional. De este modo, se preservaría el equilibrio entre órganos colegiados de un nivel semejante, aunque con funciones distintas.
Otra medida de la ley, debiera permitir al Congreso de la República, al Consejo Nacional de la Magistratura, al Jurado Nacional de Elecciones y a una sala de la Corte Suprema la interposición de una acción de amparo, en vía de reconvención, cuando la decisión emitida pueda vulnerar o amenazar alguna facultad o derecho constitucional que les son inherentes (Const., art. 200º-2), de manera que el Tribunal Constitucional pueda ocuparse del proceso si la decisión fuera favorable al accionante, ya que, de otra manera, el Congreso de la República y las otras entidades autónomas no tendrían acceso a la segunda instancia y podría convalidarse una irregularidad.
Finalmente, es absolutamente necesario disponer por la ley que en las acciones de amparo las sentencias resuelvan todos los puntos del petitorio planteados con la alusión precisa a las normas de la Constitución infringidas cuyo cumplimiento se desea restablecer o establecer, bajo pena de nulidad. Sería una norma semejante a la del artículo 122º del Código Procesal Civil. El Código Procesal Constitucional se refiere sólo a “la determinación precisa del derecho vulnerado” (art. 17º-3) que permite fundar las sentencias de amparo con frecuencia sólo en la ley y no en la Constitución.
Al Congreso de la República le es posible dar la ley que sugiero. Con ella fortalecería la institucionalidad democrática. Los diferentes grupos políticos deberían dejar de lado sus conveniencias particulares, que son coyunturales, y encarar una reforma necesaria exigida por la experiencia negativa de jueces envanecidos del ejercicio de un superpoder abusivo, prohibido por la Constitución, y utilizado para la convalidación de hechos de corrupción reprobados por la ciudadanía. Tal como están ahora las cosas, es como si el Congreso de la República, enredándose en su propio poncho, se cayera al caminar. Nada más sencillo que quitárselo.
(15/9/2014)
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