Por Jorge Rendón Vásquez
A mediodía del sábado 16 de noviembre, las nubes dejaron
pasar los tibios rayos del Sol sobre la Plaza de Barranco. Las casas, la
Biblioteca y los añosos árboles se iluminaron alegremente y la Primavera
declamó sus multicolores pensamientos, petunias, geranios, rosas y claveles,
agitándolos a coro en sus parterres. Frente al peristilo de blancas columnas una
audiencia colmaba los asientos. Estaba allí, en este mágico escenario, porque
Winston Orrillo iba a presentar su reciente libro “Poesía esencial”, una
antología de cincuenta años.
Conozco a Winston desde los ya antiguos, pero
perdurables tiempos de la Casona de San Marcos.
Como poeta, como intelectual y como ciudadano
siempre han latido en él como valores guías: la libertad, la igualdad, la fraternidad,
la generosidad y la bondad, que ha compartido con sus amigos
Una antología de la obra poética de cincuenta
años, vale decir de toda una vida, es una de las tareas más difíciles, porque,
como él mismo dice: hay que sufrir “los desgarramientos que supone el dejar de
lado a algunos de nuestros «consentidos»”. Esta pequeña asamblea de elegidos es
sólo una muestra de su producción Y, sin embargo, constituye una prospección
sincera de su ya largo recorrido parnasiano, recordando a cada paso cómo cada
uno de sus poemas “era una victoria contra la nada, contra la muerte”.
¿Hay una cumbre cronológica en la poesía de
Winston?
Es difícil decirlo. Cada poema suyo tiene su ADN.
Así como al ver un cuadro de Picaso se sabe
instantáneamente que pertenece a este gran pintor, al leer un poema de Winston
se entra de inmediato en comunicación con él, como si estuviéramos viéndolo y
oyéndolo recitarlo.
En este ya largo caminar se advierte una
progresión hacia una madurez más madura aún de la que ya exhibía al partir, cuando
tenía veinte años y empezaba a poemar, una progresión alérgica a las caídas.
¿Que caracteriza, a mi juicio, a la poesía de
Winston Orrillo?
Lo diré esquemáticamente.
Su poesía está embebida de transparencia; no
se encuentra en ella las trashumantes opacidades de la bruma.
Hacer
el amor
con
el pálido
altar
de
tus
dos pechos, repisa
donde
albergo
mi
sed
de
berebere;
con
el árbol,
los
pájaros
y
el río
que
nacen
cuando
yaces
debajo
de mi sueño.
(Epitalamio, 1982)
Su poesía no está hecha de palabras aglutinadas
con cierta gracia. La forman imágenes conceptuales, se diría esencias. Alguien dijo
alguna vez que la poesía era el culto de la palabra. Fue una declaración con la
audacia de las falacias. Si así fuera sería sólo la adoración de los sonidos
vocales y sus resonancias onomatopéyicas. La poesía es cualitativamente más que
eso. Es la creación y la recreación de la imagen, como juicio lógico compuesto
de conceptos reunidos para expresar algo distinto de su significación
ordinaria.
Luego
de varias muertes, les
juro,
amigos míos, yo
volveré
a estar vivo.
[…]
No
lo sé
como
sea.
Vivir
sin
periscopios
sin luces
de
peligro sin
zócalos
ni aduanas.
[…]
(Reincidir en la vida, 1991)
Winston posee el secreto órfico de tutearse con esas
esencias, un raro privilegio de la inteligencia, gracias a la cual pudo
advertir, en algún temprano momento de su vida, que podía percibirlas. Y así
nació el poeta.
Los poemas de Winston son como pequeñas
historias, en las que inevitablemente habrá un epílogo con la misión de
justificar todo el poema, es decir, la reflexión, la exclamación o el grito del
poeta.
Muchas
gracias, buen padre,
por
estos huesos largos
y
estos ojos cansados
Que
un día me donaste.
[…]
Te
agradezco, buen padre,
y
al padre de tu padre
y
a todas las raíces
que
en mi se avecindaron
y
hoy azuzan a mi hijo
¡para
hacerle que siga
robándonos
el fuego!
(Prometeo, 1981)
Y ya instalado en ese laboratorio de la imagen,
Winston comienza a subir sus escalones hacia los niveles más trascendentes para
dar a conocer desde allí el mensaje confiado a cada imagen: lo que él desea que
también sintamos, llevado de su indoblegable vocación ciudadana, inconforme y
visionaria, que no abdica jamás de su sino popular y culto.
En la poesía de Winston Orrillo los personajes
son el amor, aun a “León” y a “Benita”, sus engreídos e irreverentes gatos, la
condición humana, la condición social; lo que somos y lo que deberíamos ser.
Amo a
una mujer
parecida
a
un ciclón.
Me trajo
hasta la vida.
Me empapa.
Con su vida.
Me arranca
del insomnio
y me engrilla
en el día
allende
mis
noctívagos
arabescos
autistas.
[…]
Yo aquí honro
a aquella lumbre
con que escalo
hasta el cielo
que está
en el crisantemo
que tiene
entre las
piernas.
(Poema mujer ciclón, 2013)
En muchos de sus poemas emerge su mensaje
socialista de protesta, como el relente en los campos al amanecer, y nos
comunica, en seguida, una sutil convocatoria a la acción.
Así lo dice en su Poema “Un floripondio”, una
flor de su infancia que su mamá cuidaba con amor y defendía, distinta de otra
con la que se topó años después por azar, en Miraflores, que le hizo descubrir
que también entre las flores había diferencias sociales.
He
visto un floripondio en Miraflores.
Yo
he nacido en los barrios populares.
En
la calle Naranjos he atisbado
catorce
inviernos juntos (¡cómo duelen!).
Y
allí en mi vieja casa, y esmaltado,
un
tibio floripondio como amigo.
Mamá
lo defendía de los bichos.
Mis
hermanos jugaban a su sombra.
[…]
¡Mucho
tuve que andar sobre la tierra
buscando
un floripondio y un amigo!
Y
ahora está a metro y medio de mis manos:
en
un lacio jardín de Miraflores.
Lo
separan de mí las alambradas,
una
placa en la puerta, un apellido,
un
áspero mastín, todo un Sistema.
El poeta Winston Orrillo pertenece
cronológicamente a la generación del 60, por haber nacido en 1941. Pero él se
eleva sobre esa adscripción. Su obra no se quedó en la década del sesenta.
Nunca dejó de producir.
Pienso que el registrar a una persona en un grupo
determinado, reunido por el hecho del nacimiento, puede ser un sigiloso medio
de encubrir los contrabandos, de mezclar a los buenos con los malos. Yo, por
ejemplo, anduve por los claustros de la Casona de San Marcos de 1952 a 1954,
cuando despuntaba lo que luego se llamó la generación literaria del 50. Y, sin
embargo, tenía muy poco de común con ella, excepto que éramos alumnos de la
misma Universidad y nos cruzábamos en sus patios. Nunca vi a esos literatos en
ciernes en las batallas callejeras, en los cenáculos conspirativos contra la
dictadura, en las páginas de algún periódico de protesta que tenía que ser
clandestino y, por supuesto, nunca fueron huéspedes de las prisiones. Eran
conscientes de que su silencio constituía el requisito para tramitar el
pasaporte que les permitiría ingresar a los diarios y las revistas del poder
mediático. ¿Qué de común podíamos tener con ellos, los que combatíamos? Tampoco
Winston, alineado en la generación del sesenta, tiene nada que ver con ciertos
poetas y narradores que coincidieron con él en su tránsito por la década del
sesenta e incluso en los patios de San Marcos.
Hace mucho que Winston Orrillo ha ingresado a la academia
ciudadana de la poesía, consagrado por cada uno de sus poemas.
Los vasos y las ánforas líricas de Winston, el
Alfarero (que como tal firma sus correos), están hechos de una sustancia amiga
del tiempo, y ostentan el sabor añejo de la técnica y al mismo tiempo la tozuda
frescura de su rebelde espíritu juvenil.
Túpac
Amaru, cacique claro,
cuatro
caballos o cuatro truenos
no
consiguieron desembarcarte
del
heroísmo, que fue tu nave.
Fue
en Tungasuca donde la afrenta
se
hizo vindicta, fruta madura,
espiga
indemne. Fue en Sangarara
donde
la Historia, como doncella,
quitó
sus velos, hizo la venia
y
a la miríada de poblaciones
llegó
la nueva: Túpac Amaru,
cacique
claro, espuela al viento,
con
la justicia se ha desposado.
(Cántiga por Túpac Amaru, 1973)
(16/11/2013)
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