Por: Rosa Emilia del Pilar Alcayaga Toro
Bajo los cánones de la tradición judeo-cristiana que ha permeado toda la cultura occidental, la palabra pertenece al primer sexo. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, en tanto, divinidad masculina, es el depositario de la palabra. El problema que enfrentan las escritoras es como escribir con un lenguaje que ha sido creado para hablar en clave masculina, en donde la tradición literaria ha codificado los rígidos parámetros escriturales. Stella Díaz Varín presiente el obstáculo y se siente ‘Vencida y condenada / Por no hallar la palabra que escondiste’. La autora lo reconoce en una entrevista en la revista Paula (2006): “Detrás de eso he andado yo: de la palabra escondida”. Para la poeta este empeño tiene que ver con el icarismo o ese arribismo existencial, como el deseo de lo absoluto dice ella, deseo que nunca llegue a darse. Nunca, repite la poeta. Por eso admite y así lo reitera, al recordar su poema LA PALABRA: “Ahí digo: ‘vencida y condenada, por no hallar la palabra”. Es un reclamo que cruza toda la poética de las mujeres-escritoras, así como la poeta argentina Alfonsina Storni en su soneto El ruego, como una Eva particular, una Eva/Alfonsina que quiere instalar ella los nombres: la que puso el todo en la poesía: “soñé un amor como jamás pudiera / soñarlo nadie; algún amor que fuera / la vida, toda la poesía”. Sin embargo, esa tarea se la encomienda Dios a Adán, el hombre prototipo, en el paraíso y antes de la caída, y aun antes de su nacimiento, es una labor que, como dice Josefina Ludmer (1994), corresponde al otro sexo-género, al primero. O bien cuando la poeta italiana Alda Merini confiesa “yo ya no tengo palabras”. ¿Existe un infierno más grande para un/una poeta que experimentar la ausencia atemporal de la palabra? Interrogante esencial planteado en el libro El canto de Eurídice. “El silencio de las mujeres se produce precisamente cuando la única arma que poseen para expresarse es un mundo de correlaciones de signos que les son extraños” (Di Bennardo, 2009). Pero no sólo a las mujeres-escritoras preocupa, desde otro punto de vista, este es un tema que los poetas vanguardistas conocen en su afán de romper con las estructuras canónicas, entre ellos, como Vicente Huidobro que en el prefacio a su libro Altazor escribe: “un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser”; en ese sentido, Nelly Richard (2008) habla de feminización de la escritura, puesto que extrapolando el concepto de lo femenino a todo aquel o aquella, hombre o mujer, que insurreccione el lenguaje literario y que, en su escritura rompa el sistema lógico-racional, deje en evidencia sus fisuras e interdicciones, subvierte el orden simbólico de la masculinidad dominante. Las mujeres-escritoras, sin embargo, a consecuencia de que la palabra no les ha pertenecido desde siglos, se mueven en un mundo ambiguo y en los márgenes, buscando ‘estrategias discursivas’, como sostiene Di Bennardo, que les permita evadir la censura o incluso, más común de lo que parece, por el contrario caen en la autocensura.
El poema: LA PALABRA
Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
donde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez…
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto
Mira como está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros como mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se terminó la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.
‘Una sola será mi lucha / Y mi triunfo; / Encontrar la palabra escondida’, con esos tres dramáticos versos inicia Stella Díaz Varín su poema LA PALABRA sabiendo de antemano, como ella misma lo declara, que es un empeño vano y sin destino. La búsqueda de la palabra como el deseo de alcanzar lo absoluto, el sueño reservado para los dioses, sueño de un universo mágico, como escribe Baudelaire, “sueño ancestral semiahogado en el inconsciente” (Raymond: 12), que de los poetas románticos hasta los surrealistas intentaron aprehender a través de la analogía, sueño que en el caso de una mujer de acuerdo a las coordenadas masculino-dominantes, resulta ser un desafío titánico, irreverente e imposible. En este poema, Stella Díaz Varín, en primera instancia, no se reconoce como una paria en su empeño de encontrar la palabra, ella habla de la existencia de un ‘pacto secreto’ y alude a un tiempo concreto ‘a pocos días de terminar la infancia’: posiblemente un guiño a la infancia de la humanidad, en referencia al período antes de la caída, anhelo del regreso al origen o a la edad de oro, el paraíso perdido que ha sido el sueño de los poetas modernos, o de un paraíso anterior al paraíso cristiano (Eisler: 72), para recuperar realmente el derecho a la palabra que las mujeres intuyen como un antiguo privilegio: una vuelta a los orígenes, pero en sentido distinto, que intenta configurar lo que no está dentro de los cánones, para recuperar la lengua oral, la tradición del lenguaje hablado hecho de fisuras y quiebres, en el fogón/cocina, transmitido en los rincones, en el cuchicheo a escondidas para compartir los secretos aprendidos desde tiempos inmemoriales, en la oscuridad como la legendaria Scheherazade, y que Márgara Russotto califica de muy significativo, a la hora de indicar de cómo esta mujer-narradora “ejerciera su actividad siempre en la noche”, y que el poder de la palabra renaciera sólo en las tinieblas, o para recuperar la voz sagrada que, en algún tiempo, les perteneciera. “El silencio de las mujeres es misterioso y alusivo como los oráculos de Sibila: se intuyen trazas de un antiguo privilegio, de otro saber, sacro o doméstico”. (Di Bennardo: 34). En el poema de Díaz Varín, la hablante lírica deja expresa constancia que esconder la palabra fue producto de un pacto concertado, ella utiliza el pronombre de la primera persona, pero en sentido plural: ‘nuestro pacto secreto’. A pesar de ser un acuerdo implícito, entre dos, decidieron, siendo niños, mantener este secreto, la poeta revela, en su tiempo de adultez, ansiedad en esta búsqueda, si antaño era un juego, el hoy es una desesperanza, la poeta está hablando de toda su vida en las figuras metonímicas de casa, huerto y libros, como vuelta al revés ‘desarmada’, ‘forado permanente’, ‘hasta el deshilache’, lo que da cuenta de un juego irónico. Ironía entonces como reverso de la palabra es decir como la no-comunicación. La palabra poética termina en un aullido o en un silencio. “Las mujeres se vuelven a encontrar con el problema de cómo expresar el silencio con la lengua (y, en general, con la base cultural) que ha creado dicho silencio”. (Di Bennardo: 34). Da cuenta de la escisión de la sociedad en dos esferas, la esfera de lo privado (reproductivo) asignada a la mujer, en donde el silencioso mundo femenino busca formas nuevas de expresión y, por otro, la esfera de lo público (productivo) en donde el mundo masculino es el único que hace escuchar su palabra. Stella Díaz Varín, justamente, deja constancia al terminar el tiempo de la búsqueda que, si bien ella se declara ‘Vencida y condenada’ porque, en este caso, su interlocutor aparece como dueño de la palabra y no ha dicho donde encontrarla, aunque reconoce que ese fue el pacto, la hablante en una actitud denominada apostrófica acusa a un ‘tú’ que él ha sido el causante de tal desgracia: ‘la palabra que (tú) escondiste’. Y que la poeta creyó entrever, esperanzadamente, que también tenía ese poder; ella se lanza a la búsqueda de la palabra creadora al igual que Vicente Huidobro con su poema Altazor: ‘Debes recordar / donde la guardaste / Debiste pronunciarla siquiera una vez…/ Ya la habría encontrado’, como el pequeño Dios/Diosa creacionista compitiendo con el creador cristiano, pero ambos, Huidobro y Stella Díaz Varín, saben del fracaso de la empresa utópica-prometeica. Si, por un momento, la poeta vislumbra alcanzar el poder de la palabra en su poema cuando escribe: ‘Pero tienes razón ese era nuestro pacto’, asimismo puede percibirse la culpa que ella siente y que deposita en el otro, en ése a quien le corresponde el don de la palabra, porque así Dios lo quiso, por eso ella escribe apostrofándolo: ‘la palabra que (tú) escondiste’. Desde otro ángulo, la poeta estaría transfiriendo el sentido de responsabilidad al verdadero garante de su silencio. Perfectamente, podría ser un ‘tú’ de la poeta dirigido a Adán, hombre arquetipo, como el responsable de su no palabra, en un guiño al mito del Jardín del Edén. Si así fuese resulta aún más seductor traer a colación lo señalado en el libro Los mitos hebreos respecto del primer hombre de la humanidad, coherente con la necesidad de conservar incólume el prestigio del varón modelo frente a su minusválida consorte y para reproducir su poder sobre ella, en un relato que parece ser una versión más antigua del mito del Paraíso, escrito en el Génesis, en Job XV,7-8, en donde se cuenta que Adán nació antes que se formaran los montes y que él asistía al consejo divino y, ambicioso de una gloria todavía mayor, robó la sabiduría, haciendo así por su cuenta lo que, en la versión del Génesis, le indujeron a hacer Eva y la sutil serpiente. (Graves y Patai: 68). Su robo recuerda el mito griego del titán Prometeo, que robó el fuego del cielo como un don para los hombres, a los que él mismo había creado, y sufrió por ello el terrible castigo del omnipotente Zeus.
Rosa Emilia del Pilar Alcayaga Toro
BibliografíaDi Bennardo, Filippo Giuseppe. El canto de Eurídice, ArCiBel Editores. Universidad Austral de Chile yUniversidad de Sevilla, impreso en España, 2009.Donoso, Claudia. Homenaje a Stella: in the sky with diamonds, artículo publicado póstumamente en larevista Paula, de julio de 2006 en su número 954, Santiago de Chile.Eisler, Riane. El cáliz y la espada, Editorial Cuatro Vientos, Santiago de Chile, quinta edición, 1995,impreso en Editorial Universitaria.Graves, Robert y Patai, Raphael. Los mitos hebreos. Alianza Editorial. Versión española de LuisEchávarri. Revisión de Lucía Graves. Primera reimpresión: 1988, impreso en Madrid-España.Ludmer, Josefina. El espejo universal y la perversión de la fórmula (artículo), en Berenguer et. al.Escribir en los bordes. Editorial Cuarto Propio, 2ª edición, 1994. Chile.Raymond, Marcel. De Baudelaire al surrealismo, Fondo de Cultura Económica, primera reimpresión enEspaña, año 1983.Richard, Nelly. Crítica feminista y problemática del sujeto: nuevos desafíos, en Nihilismo y crítica, EtCetera nº4. Año 2000. Universidad Arcis. Santiago de Chile.Richard, Nelly. Feminismo, género y diferencia(s). Editorial Palinodia. Colección Archivo Feminista.Santiago de Chile, marzo 2008.Russotto, Márgara. La narradora: imágenes de la transgresión en Clarece Lispector (artículo), enBerenguer et. al. Escribir en los bordes. Editorial Cuarto Propio, 2ª edición, 1994. Chile.
Bajo los cánones de la tradición judeo-cristiana que ha permeado toda la cultura occidental, la palabra pertenece al primer sexo. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, en tanto, divinidad masculina, es el depositario de la palabra. El problema que enfrentan las escritoras es como escribir con un lenguaje que ha sido creado para hablar en clave masculina, en donde la tradición literaria ha codificado los rígidos parámetros escriturales. Stella Díaz Varín presiente el obstáculo y se siente ‘Vencida y condenada / Por no hallar la palabra que escondiste’. La autora lo reconoce en una entrevista en la revista Paula (2006): “Detrás de eso he andado yo: de la palabra escondida”. Para la poeta este empeño tiene que ver con el icarismo o ese arribismo existencial, como el deseo de lo absoluto dice ella, deseo que nunca llegue a darse. Nunca, repite la poeta. Por eso admite y así lo reitera, al recordar su poema LA PALABRA: “Ahí digo: ‘vencida y condenada, por no hallar la palabra”. Es un reclamo que cruza toda la poética de las mujeres-escritoras, así como la poeta argentina Alfonsina Storni en su soneto El ruego, como una Eva particular, una Eva/Alfonsina que quiere instalar ella los nombres: la que puso el todo en la poesía: “soñé un amor como jamás pudiera / soñarlo nadie; algún amor que fuera / la vida, toda la poesía”. Sin embargo, esa tarea se la encomienda Dios a Adán, el hombre prototipo, en el paraíso y antes de la caída, y aun antes de su nacimiento, es una labor que, como dice Josefina Ludmer (1994), corresponde al otro sexo-género, al primero. O bien cuando la poeta italiana Alda Merini confiesa “yo ya no tengo palabras”. ¿Existe un infierno más grande para un/una poeta que experimentar la ausencia atemporal de la palabra? Interrogante esencial planteado en el libro El canto de Eurídice. “El silencio de las mujeres se produce precisamente cuando la única arma que poseen para expresarse es un mundo de correlaciones de signos que les son extraños” (Di Bennardo, 2009). Pero no sólo a las mujeres-escritoras preocupa, desde otro punto de vista, este es un tema que los poetas vanguardistas conocen en su afán de romper con las estructuras canónicas, entre ellos, como Vicente Huidobro que en el prefacio a su libro Altazor escribe: “un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser”; en ese sentido, Nelly Richard (2008) habla de feminización de la escritura, puesto que extrapolando el concepto de lo femenino a todo aquel o aquella, hombre o mujer, que insurreccione el lenguaje literario y que, en su escritura rompa el sistema lógico-racional, deje en evidencia sus fisuras e interdicciones, subvierte el orden simbólico de la masculinidad dominante. Las mujeres-escritoras, sin embargo, a consecuencia de que la palabra no les ha pertenecido desde siglos, se mueven en un mundo ambiguo y en los márgenes, buscando ‘estrategias discursivas’, como sostiene Di Bennardo, que les permita evadir la censura o incluso, más común de lo que parece, por el contrario caen en la autocensura.
El poema: LA PALABRA
El poema: LA PALABRA
Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
donde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez…
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto
Mira como está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros como mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se terminó la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.
‘Una sola será mi lucha / Y mi triunfo; / Encontrar la palabra escondida’, con esos tres dramáticos versos inicia Stella Díaz Varín su poema LA PALABRA sabiendo de antemano, como ella misma lo declara, que es un empeño vano y sin destino. La búsqueda de la palabra como el deseo de alcanzar lo absoluto, el sueño reservado para los dioses, sueño de un universo mágico, como escribe Baudelaire, “sueño ancestral semiahogado en el inconsciente” (Raymond: 12), que de los poetas románticos hasta los surrealistas intentaron aprehender a través de la analogía, sueño que en el caso de una mujer de acuerdo a las coordenadas masculino-dominantes, resulta ser un desafío titánico, irreverente e imposible. En este poema, Stella Díaz Varín, en primera instancia, no se reconoce como una paria en su empeño de encontrar la palabra, ella habla de la existencia de un ‘pacto secreto’ y alude a un tiempo concreto ‘a pocos días de terminar la infancia’: posiblemente un guiño a la infancia de la humanidad, en referencia al período antes de la caída, anhelo del regreso al origen o a la edad de oro, el paraíso perdido que ha sido el sueño de los poetas modernos, o de un paraíso anterior al paraíso cristiano (Eisler: 72), para recuperar realmente el derecho a la palabra que las mujeres intuyen como un antiguo privilegio: una vuelta a los orígenes, pero en sentido distinto, que intenta configurar lo que no está dentro de los cánones, para recuperar la lengua oral, la tradición del lenguaje hablado hecho de fisuras y quiebres, en el fogón/cocina, transmitido en los rincones, en el cuchicheo a escondidas para compartir los secretos aprendidos desde tiempos inmemoriales, en la oscuridad como la legendaria Scheherazade, y que Márgara Russotto califica de muy significativo, a la hora de indicar de cómo esta mujer-narradora “ejerciera su actividad siempre en la noche”, y que el poder de la palabra renaciera sólo en las tinieblas, o para recuperar la voz sagrada que, en algún tiempo, les perteneciera. “El silencio de las mujeres es misterioso y alusivo como los oráculos de Sibila: se intuyen trazas de un antiguo privilegio, de otro saber, sacro o doméstico”. (Di Bennardo: 34). En el poema de Díaz Varín, la hablante lírica deja expresa constancia que esconder la palabra fue producto de un pacto concertado, ella utiliza el pronombre de la primera persona, pero en sentido plural: ‘nuestro pacto secreto’. A pesar de ser un acuerdo implícito, entre dos, decidieron, siendo niños, mantener este secreto, la poeta revela, en su tiempo de adultez, ansiedad en esta búsqueda, si antaño era un juego, el hoy es una desesperanza, la poeta está hablando de toda su vida en las figuras metonímicas de casa, huerto y libros, como vuelta al revés ‘desarmada’, ‘forado permanente’, ‘hasta el deshilache’, lo que da cuenta de un juego irónico. Ironía entonces como reverso de la palabra es decir como la no-comunicación. La palabra poética termina en un aullido o en un silencio. “Las mujeres se vuelven a encontrar con el problema de cómo expresar el silencio con la lengua (y, en general, con la base cultural) que ha creado dicho silencio”. (Di Bennardo: 34). Da cuenta de la escisión de la sociedad en dos esferas, la esfera de lo privado (reproductivo) asignada a la mujer, en donde el silencioso mundo femenino busca formas nuevas de expresión y, por otro, la esfera de lo público (productivo) en donde el mundo masculino es el único que hace escuchar su palabra. Stella Díaz Varín, justamente, deja constancia al terminar el tiempo de la búsqueda que, si bien ella se declara ‘Vencida y condenada’ porque, en este caso, su interlocutor aparece como dueño de la palabra y no ha dicho donde encontrarla, aunque reconoce que ese fue el pacto, la hablante en una actitud denominada apostrófica acusa a un ‘tú’ que él ha sido el causante de tal desgracia: ‘la palabra que (tú) escondiste’. Y que la poeta creyó entrever, esperanzadamente, que también tenía ese poder; ella se lanza a la búsqueda de la palabra creadora al igual que Vicente Huidobro con su poema Altazor: ‘Debes recordar / donde la guardaste / Debiste pronunciarla siquiera una vez…/ Ya la habría encontrado’, como el pequeño Dios/Diosa creacionista compitiendo con el creador cristiano, pero ambos, Huidobro y Stella Díaz Varín, saben del fracaso de la empresa utópica-prometeica. Si, por un momento, la poeta vislumbra alcanzar el poder de la palabra en su poema cuando escribe: ‘Pero tienes razón ese era nuestro pacto’, asimismo puede percibirse la culpa que ella siente y que deposita en el otro, en ése a quien le corresponde el don de la palabra, porque así Dios lo quiso, por eso ella escribe apostrofándolo: ‘la palabra que (tú) escondiste’. Desde otro ángulo, la poeta estaría transfiriendo el sentido de responsabilidad al verdadero garante de su silencio. Perfectamente, podría ser un ‘tú’ de la poeta dirigido a Adán, hombre arquetipo, como el responsable de su no palabra, en un guiño al mito del Jardín del Edén. Si así fuese resulta aún más seductor traer a colación lo señalado en el libro Los mitos hebreos respecto del primer hombre de la humanidad, coherente con la necesidad de conservar incólume el prestigio del varón modelo frente a su minusválida consorte y para reproducir su poder sobre ella, en un relato que parece ser una versión más antigua del mito del Paraíso, escrito en el Génesis, en Job XV,7-8, en donde se cuenta que Adán nació antes que se formaran los montes y que él asistía al consejo divino y, ambicioso de una gloria todavía mayor, robó la sabiduría, haciendo así por su cuenta lo que, en la versión del Génesis, le indujeron a hacer Eva y la sutil serpiente. (Graves y Patai: 68). Su robo recuerda el mito griego del titán Prometeo, que robó el fuego del cielo como un don para los hombres, a los que él mismo había creado, y sufrió por ello el terrible castigo del omnipotente Zeus.
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
donde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez…
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto
Mira como está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros como mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se terminó la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.
‘Una sola será mi lucha / Y mi triunfo; / Encontrar la palabra escondida’, con esos tres dramáticos versos inicia Stella Díaz Varín su poema LA PALABRA sabiendo de antemano, como ella misma lo declara, que es un empeño vano y sin destino. La búsqueda de la palabra como el deseo de alcanzar lo absoluto, el sueño reservado para los dioses, sueño de un universo mágico, como escribe Baudelaire, “sueño ancestral semiahogado en el inconsciente” (Raymond: 12), que de los poetas románticos hasta los surrealistas intentaron aprehender a través de la analogía, sueño que en el caso de una mujer de acuerdo a las coordenadas masculino-dominantes, resulta ser un desafío titánico, irreverente e imposible. En este poema, Stella Díaz Varín, en primera instancia, no se reconoce como una paria en su empeño de encontrar la palabra, ella habla de la existencia de un ‘pacto secreto’ y alude a un tiempo concreto ‘a pocos días de terminar la infancia’: posiblemente un guiño a la infancia de la humanidad, en referencia al período antes de la caída, anhelo del regreso al origen o a la edad de oro, el paraíso perdido que ha sido el sueño de los poetas modernos, o de un paraíso anterior al paraíso cristiano (Eisler: 72), para recuperar realmente el derecho a la palabra que las mujeres intuyen como un antiguo privilegio: una vuelta a los orígenes, pero en sentido distinto, que intenta configurar lo que no está dentro de los cánones, para recuperar la lengua oral, la tradición del lenguaje hablado hecho de fisuras y quiebres, en el fogón/cocina, transmitido en los rincones, en el cuchicheo a escondidas para compartir los secretos aprendidos desde tiempos inmemoriales, en la oscuridad como la legendaria Scheherazade, y que Márgara Russotto califica de muy significativo, a la hora de indicar de cómo esta mujer-narradora “ejerciera su actividad siempre en la noche”, y que el poder de la palabra renaciera sólo en las tinieblas, o para recuperar la voz sagrada que, en algún tiempo, les perteneciera. “El silencio de las mujeres es misterioso y alusivo como los oráculos de Sibila: se intuyen trazas de un antiguo privilegio, de otro saber, sacro o doméstico”. (Di Bennardo: 34). En el poema de Díaz Varín, la hablante lírica deja expresa constancia que esconder la palabra fue producto de un pacto concertado, ella utiliza el pronombre de la primera persona, pero en sentido plural: ‘nuestro pacto secreto’. A pesar de ser un acuerdo implícito, entre dos, decidieron, siendo niños, mantener este secreto, la poeta revela, en su tiempo de adultez, ansiedad en esta búsqueda, si antaño era un juego, el hoy es una desesperanza, la poeta está hablando de toda su vida en las figuras metonímicas de casa, huerto y libros, como vuelta al revés ‘desarmada’, ‘forado permanente’, ‘hasta el deshilache’, lo que da cuenta de un juego irónico. Ironía entonces como reverso de la palabra es decir como la no-comunicación. La palabra poética termina en un aullido o en un silencio. “Las mujeres se vuelven a encontrar con el problema de cómo expresar el silencio con la lengua (y, en general, con la base cultural) que ha creado dicho silencio”. (Di Bennardo: 34). Da cuenta de la escisión de la sociedad en dos esferas, la esfera de lo privado (reproductivo) asignada a la mujer, en donde el silencioso mundo femenino busca formas nuevas de expresión y, por otro, la esfera de lo público (productivo) en donde el mundo masculino es el único que hace escuchar su palabra. Stella Díaz Varín, justamente, deja constancia al terminar el tiempo de la búsqueda que, si bien ella se declara ‘Vencida y condenada’ porque, en este caso, su interlocutor aparece como dueño de la palabra y no ha dicho donde encontrarla, aunque reconoce que ese fue el pacto, la hablante en una actitud denominada apostrófica acusa a un ‘tú’ que él ha sido el causante de tal desgracia: ‘la palabra que (tú) escondiste’. Y que la poeta creyó entrever, esperanzadamente, que también tenía ese poder; ella se lanza a la búsqueda de la palabra creadora al igual que Vicente Huidobro con su poema Altazor: ‘Debes recordar / donde la guardaste / Debiste pronunciarla siquiera una vez…/ Ya la habría encontrado’, como el pequeño Dios/Diosa creacionista compitiendo con el creador cristiano, pero ambos, Huidobro y Stella Díaz Varín, saben del fracaso de la empresa utópica-prometeica. Si, por un momento, la poeta vislumbra alcanzar el poder de la palabra en su poema cuando escribe: ‘Pero tienes razón ese era nuestro pacto’, asimismo puede percibirse la culpa que ella siente y que deposita en el otro, en ése a quien le corresponde el don de la palabra, porque así Dios lo quiso, por eso ella escribe apostrofándolo: ‘la palabra que (tú) escondiste’. Desde otro ángulo, la poeta estaría transfiriendo el sentido de responsabilidad al verdadero garante de su silencio. Perfectamente, podría ser un ‘tú’ de la poeta dirigido a Adán, hombre arquetipo, como el responsable de su no palabra, en un guiño al mito del Jardín del Edén. Si así fuese resulta aún más seductor traer a colación lo señalado en el libro Los mitos hebreos respecto del primer hombre de la humanidad, coherente con la necesidad de conservar incólume el prestigio del varón modelo frente a su minusválida consorte y para reproducir su poder sobre ella, en un relato que parece ser una versión más antigua del mito del Paraíso, escrito en el Génesis, en Job XV,7-8, en donde se cuenta que Adán nació antes que se formaran los montes y que él asistía al consejo divino y, ambicioso de una gloria todavía mayor, robó la sabiduría, haciendo así por su cuenta lo que, en la versión del Génesis, le indujeron a hacer Eva y la sutil serpiente. (Graves y Patai: 68). Su robo recuerda el mito griego del titán Prometeo, que robó el fuego del cielo como un don para los hombres, a los que él mismo había creado, y sufrió por ello el terrible castigo del omnipotente Zeus.
Rosa Emilia del Pilar Alcayaga Toro
BibliografíaDi Bennardo, Filippo Giuseppe. El canto de Eurídice, ArCiBel Editores. Universidad Austral de Chile yUniversidad de Sevilla, impreso en España, 2009.Donoso, Claudia. Homenaje a Stella: in the sky with diamonds, artículo publicado póstumamente en larevista Paula, de julio de 2006 en su número 954, Santiago de Chile.Eisler, Riane. El cáliz y la espada, Editorial Cuatro Vientos, Santiago de Chile, quinta edición, 1995,impreso en Editorial Universitaria.Graves, Robert y Patai, Raphael. Los mitos hebreos. Alianza Editorial. Versión española de LuisEchávarri. Revisión de Lucía Graves. Primera reimpresión: 1988, impreso en Madrid-España.Ludmer, Josefina. El espejo universal y la perversión de la fórmula (artículo), en Berenguer et. al.Escribir en los bordes. Editorial Cuarto Propio, 2ª edición, 1994. Chile.Raymond, Marcel. De Baudelaire al surrealismo, Fondo de Cultura Económica, primera reimpresión enEspaña, año 1983.Richard, Nelly. Crítica feminista y problemática del sujeto: nuevos desafíos, en Nihilismo y crítica, EtCetera nº4. Año 2000. Universidad Arcis. Santiago de Chile.Richard, Nelly. Feminismo, género y diferencia(s). Editorial Palinodia. Colección Archivo Feminista.Santiago de Chile, marzo 2008.Russotto, Márgara. La narradora: imágenes de la transgresión en Clarece Lispector (artículo), enBerenguer et. al. Escribir en los bordes. Editorial Cuarto Propio, 2ª edición, 1994. Chile.
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