Por
Jorge Rendón Vásquez
En la introducción de su libro La verdad de las mentiras[1] —una
colección de comentarios a treinta y cinco novelas de autores distintos—, Mario
Vargas Llosa afirma rotundamente que “las novelas mienten —no pueden hacer otra
cosa—”, “Porque jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su
lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus
demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de
defenderla cuando está amenazada”.
A pesar de la aparente osadía de la tesis, ella
no es original. Antes ya la había proferido el novelista francés Jean Lartéguy
en el epígrafe de su novela Los reyes
mendigos[2],
aunque sin tomarse el trabajo de justificarla. “En esta novela todo es falso
—dice—, todo es mentira. Lo afirmo yo que soy, como todos los narradores de
historias, un gran mentiroso. Marzo de 1957”.
En busca de apoyo, el laureado escritor peruano se
remonta a los tiempos de la Inquisición. “Al prohibir no unas obras
determinadas sino un género literario en abstracto —escribe—, el Santo Oficio
estableció algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas
siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visión falaz de la vida. (…) En
efecto, las novelas mienten —prosigue— no pueden hacer otra cosa …”
Mario
Vargas Llosa no llega a probar, sin embargo, su afirmación central, tomada en
préstamo, en las treinta y dos páginas de esta introducción, desbordante de asertos,
ejemplos y comparaciones, como un relleno literario, ni le interesa hacerlo.
Para formular una afirmación tan categórica debería
haber partido de la definición de los conceptos verdad y mentira. Pero los
ignora. Y esto le permite divagar.
La verdad es la afirmación de que los hechos
materiales e ideales son como realmente se presentan o suceden, o como cree el
sujeto que son. Contrariamente, la mentira es la afirmación deliberada de que
esos hechos son distintos a como son o han sido en realidad.
Por ejemplo, si la puerta de la casa contigua a
la mía está abierta y yo digo que lo está, expreso la verdad; si una persona me
desagrada y lo digo, también expreso la verdad. Si, por el contrario, digo que
la puerta está cerrada o que esa persona me agrada, miento.
No se miente, en cambio, cuando se hace una
afirmación errónea por desconocimiento; en este caso, la persona se equivoca.
Los hechos son objetivamente. Constituyen la
realidad exterior a nosotros o existen en nuestra conciencia. Las que pueden
ser verdaderas o falsas son las afirmaciones sobre ellos.
Las novelas relatan y describen a personajes, cosas
y sucesos imaginados, aunque no totalmente ideales. Por más inventados que
sean, como en las de ciencia ficción, se basan en ciertos hechos reales. Los
personajes actúan en una ciudad o en otro medio, visten de alguna manera,
realizan acciones que por lo general son semejantes a los de personas reales,
etc. Es mayor la confluencia de la realidad con la imaginación en las novelas
históricas, en las que sobre ciertos sucesos realmente acaecidos o que se
presume ciertos se construye una trama creada y se inventa personajes,
situaciones y cosas. Es evidente que León Tolstoy para escribir La guerra y la paz tuvo que documentarse
muy bien con datos de la historia. Se puede decir otro tanto de Margaret
Mitchell respecto de su magistral novela Lo
que el viento se llevó, que es una recreación de la Guerra de Secesión en
los Estados Unidos. En una y otra novela, los personajes y la trama son
imaginarios, pero el fondo en el que actúan y se desarrollan es en gran parte
real.
Obviamente, la ficción en general no es una
mentira, porque no niega deliberadamente la realidad.
El escritor puede escribir lo que quiera y hasta
mentir. El lector, si está informado de los hechos reales elegidos como
sustrato de la trama, juzgará si son verdaderos o falsos.
La obra ficcional se convierte, al contrario, en
real. Es una creación del espíritu y, como tal, comienza a existir desde el
instante en que es escrita y, con mayor razón, si es publicada. Es como la
música que comienza su existencia al ser compuesta.
La afirmación sobre una novela, una poesía, una
sinfonía o una canción sería una mentira si se les atribuyese ex profesamente
caracteres que no poseen objetivamente. Por ejemplo, si se dijera a sabiendas
respecto de la novela Los miserables,
que Jean Valjean perseguía a Javert para hacerlo encerrar en una prisión,
cuando es a la inversa: era Javert el perseguidor. O si se afirmase que la
Novena Sinfonía no fue compuesta por Beethoven, sino por Schubert.
La novela se acerca a la realidad en grado
diverso. Las hay que son casi crónicas de sucesos reales, como A sangre fría de Truman Capote, que
narra el horrendo asesinato de una familia, realmente acaecido, la pesquisa, el
juicio y la ejecución de los acusados convictos. La primera novela de León Uris,
Grito de Guerra, es una crónica de las
mortíferas batallas de Midway y Guadalcanal en el Pacífico, donde perdieron la
vida decenas de miles de marines de los Estados Unidos y de soldados japoneses.
Uris recuerda: “Para hacer justicia a una historia del Cuerpo de Infantería de
Marina consideré que lo más adecuado era apoyarse en una sólida base histórica.
La Segunda División de Marines, sus batallas y sus movimientos, son materia de
dominio público. Hay muchos casos en que se ha introducido un elemento de
ficción en los acontecimientos, en aras de la continuidad del relato y del efecto
dramático.” Y él estuvo allí como marine cuando eso sucedió.
Mario Vargas Llosa sólo acude a dos novelas
suyas, como ejemplos, menos épicos y dramáticos que los citados: La ciudad y los perros y La tía Julia y el escribidor. En la
primera, el escenario es el Colegio Militar Leoncio Prado, y los personajes representan
a cadetes de éste. Uno y otros existían y siguen existiendo. Pero el ambiente y
varios personajes son reproducciones, por decirlo con un término indulgente, de
la novela del escritor austriaco Robert Musil Las tribulaciones del joven Törless (1906).[3]
Vargas Llosa atribuye a sus cadetes ciertos caracteres ajenos a sus modelos. Él
fue alumno de este Colegio. ¿Miente al considerarlos tan inciviles y desalmados
como los internos del Reformatorio de Menores, situado en la misma avenida? Él
dice que sí, que mintió, y no miente al decirlo. ¿Y si mintió fue para
agraviarlos? ¿Por qué? ¿Qué le hicieron? Me salen estas preguntas como ex
alumno del Colegio Militar Leoncio Prado. “Esa es la verdad que expresan las
mentiras de las ficciones —parece responder—: las mentiras que somos, las que
nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones (…) Las
mentiras de las novelas no son nunca gratuitas: llenan las insuficiencias de la
vida.” En La tía Julia y el escribidor,
la narración de sus amores arrebatadamente juveniles y matrimonio con su tía política
Julia Urquidi, doce años mayor que él, es cierta, en cambio, párrafo tras
párrafo. La repite en El pez en el agua,
con otros términos. Y ese relato ya no es, por lo tanto, una novela, aunque la
interpole con la historia del pobre escribidor Camacho; es parte de su
autobiografía.
Lo que quedaría en claro con su afirmación de que
la novela es una mentira es su intención de justificar su conducta como
narrador y como articulista. “La novela es, pues, un género amoral —afirma—, o,
más bien, de una ética sui géneris, para la cual verdad o mentira son conceptos
exclusivamente estéticos”. Él, como el agente 007 en otro campo, cree tener licencia
para mentir, en particular si de atacar a gobiernos populares se trata, en
artículos bien pagados.
Con la introducción que comento es posible que
Mario Vargas Llosa haya logrado su propósito de épater les bourgeois (asombrar, escandalizar a los burgueses),
incluidos sus admiradores, literatos o no, declarados y vergonzantes, de la
llamada izquierda. Es parte de la función que se ha impuesto como ocupante de uno
de los asientos, cada vez más vacíos, de la academia literaria de la derecha.
(5/8/2013)
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