El reloj de la estación daba las 22,30 del 11 de enero de 2013. Los coches de madera del último viaje de la línea de Subte “A” se acercaban lentamente y la gente aplaudía con pasión. Los mayores lagrimeaban empujados por nostalgias o por alguna otra razón. Me esforcé en descubrir qué era esto último. Los vagones habían sido fabricados en Bélgica en la década del 30 y aún estaban impecables, pero las autoridades habían decidido sustituirlos por equipos chinos. No sólo era el último viaje sino también la última oportunidad de grabar sentidos en la retina. La retentiva dominaba. Llegaba lo nuevo, lo incierto. Y se iban miles de recuerdos en la profundidad de esos viajes por las entrañas de Buenos Aires.
La multitud penetró en los coches y acariciaba los pasamanos, los asientos lustrados a roble, las viejas placas de cobre negro, las rosetas de vidrio de Verona, las manijas talladas por orfebres catalanes. Pero lo que más llamó mi atención es que observaban todos los cuidados detalles internos de los vehículos como si hubiera sido la primera vez. Eran 100 años de recuerdos.
Cuando partió el último viaje los pasajeros aullaban de alegría y tristeza. Vi como el convoy se alejaba con parsimonia, penetrando en las sombras sibilinas del túnel. Escuché como el pasaje entonaba cánticos que luego se perdían en el eclipse nocturno. Y percibí con absoluto convencimiento, que cada uno de los viajeros se sentía dentro de las mismas tripas del recuerdo. En ese entresijo conmovido de las huellas. De algún modo, querían grabar en su memoria todas las últimas imágenes de aquél inmenso símbolo que marcaba su pasado y su vivencia porteña y que, tal vez nunca más volverían a ver. En la ventanilla del vagón final el semblante difuminado de un niño me saludaba con su manito. Creí leer en su frente: “para que no se pierda en el olvido”.
Hay miles de casos --como los de estos tardíos viajeros-- que cruzamos todos los días por la calle sin prestarles demasiada atención lo qué significa para ellos la conservación de la Memoria como la amalgama principal que une sus vidas. En los vívidos relatos del pasado, el dolor y la alegría no golpea desde afuera sino desde adentro de cada uno de nosotros. Hay en ello un delicado balance entre el recuerdo y el olvido, que nos hace ser quienes somos. Hay una lucha dialéctica entre Memorizar y Desmemorizar que se retroalimenta y vuelve a reflotar en distintos momentos.
¿Pero cuando comenzamos a hacer uso de la Memoria? Precisamente cuando comenzamos a manejar el lenguaje y la realidad exterior. Por eso que se hace difícil recordar imágenes anteriores a los cinco años (aunque esas imágenes reaparezcan con un trabajo profesional sobre la psiquis). Parece elemental, pero la memoria consiste esencialmente en guardar cosas que están afuera del cerebro (que pertenecen al mundo) y de las que podemos hablar. Si no hay palabras, todo aquello que habita en el subsuelo intenta romper la cáscara para poder soltar su brío.
No se crea que nacemos desmemoriados o amnésicos al mundo. Todo lo vivido y producido por nuestros antepasados está grabado en nuestros genes en forma simbólica y difusa, ¡pero está! Estas experiencias de Recuerdos brumosos de nuestros primeros años de vida se convierten, a los pocos años, en Memoria Activa con la llegada del lenguaje. El uso de la lengua encauza toda la Historia anterior en conceptos que generan pensamientos y acciones singulares.
En la abstracción radica el éxito de nuestra especie. Es la forma superior del cerebro humano. Pero, los neurocientíficos ahora saben que el cerebro (y por ende la memoria) es el órgano más tramposo de nuestro cuerpo. La Memoria fabrica nuestras historias tanto con ladrillos de nuestros recuerdos, como con cemento de lo que hemos leído, escuchado o heredado de nuestros genes. Toda práctica humana pertenece a la historia universal. También nuestra memoria.
La materia de la cual estamos hechos es de Memoria
Los jóvenes, muy jóvenes, que también participaron de la partida del último subte eran muy pequeños o no habían nacido cuando sus padres y abuelos vivían la euforia del nacimiento del subsuelo de Buenos Aires, sin embargo sus memorias estaban almacenadas en la memoria familiar y colectiva, que para los argentinos tiene el signo de la nostalgia. De los amores descarriados.
La memoria es subterránea y se reproduce en esas profundidades. Cuando sale a la luz del día es acción.
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