Cuando el médico se transforma en paciente

25 noviembre 2014

Hace un año, el oftalmólogo Miguel Kottow (74), doctor en Medicina de la Universidad de Bonn, y director de la Unidad de Bioética de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, cayó enfermo de un raro síndrome que le paralizó parte del cuerpo y lo obligó a mirar su profesión desde la vereda opuesta: la del paciente. Después de 15 días internado en una clínica y meses de recuperación, en los que aprendió de nuevo a caminar y a escribir, publicó hace dos meses el libro El pa(de)ciente, un descarnado testimonio de sus padecimientos como enfermo en manos del sistema privado de salud. Este es su relato.
Por Consuelo Terra / Fotografía: Carolina Vargas
Paula 1141. Sábado 15 de febrero de 2014.
A mediados de junio de 2012, el médico oftalmólogo Miguel Kottow, académico de la Universidad de Chile, autor de más de 30 publicaciones internacionales sobre bioética y de libros teóricos como Bioética relacional y Ética de protección: una propuesta de protección bioética, estaba encaramado sobre una silla para reparar la cortina de su pieza, cuando, de pronto, cayó al suelo. Fue una caída rara, repentinamente le falló la fuerza de las piernas, y se golpeó en las costillas y la cabeza. Con el ruido, su mujer y su nieto mayor llegaron corriendo. Para no preocuparlos, Kottow les dijo que no había pasado nada. Por el dolor, sabía que tenía un par de costillas fracturadas, y por su formación médica decidió que el único tratamiento posible era administrarse analgésicos y tener mucha paciencia. Tomó aspirinas y antiinflamatorios. De noche, el dolor no pasaba y agregó somníferos y calmantes. La mezcla de dolor, insomnio y pastillas –que él admite tomó a destajo–, lo hizo entrar en un estado de confusión que llegó a su punto cúlmine 48 horas después, cuando su señora lo encontró tirado en el pasillo, desorientado y sin fuerzas, a las 3 de la mañana. 
No supo más de sí mismo hasta la mañana siguiente, cuando despertó ya completamente lúcido en una cama de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) de una clínica privada, con amarras en los brazos, pies y tórax. “Pedí que me soltaran, pero como la noche anterior había llegado tan confuso, no era confiable para nadie hasta que algún doctor decretara lo contrario”, dice hoy Kottow. Ese día, lo visitaron tres médicos: el traumatólogo, que confirmó una rotura de costillas; el urólogo, que diagnosticó una infección urinaria; y el siquiatra, que concluyó que el exceso de pastillas era atribuible al dolor y no a un intento suicida.
Lo liberaron de las manos y pies, pero, pese a sus protestas, decidieron mantener la incómoda amarra del tórax durante la noche. Sus esfuerzos por demostrar que ya no estaba confuso eran observados con miradas incrédulas de las enfermeras, y mencionar que era médico tampoco ayudaba.
Después de una mala noche, en la mañana pasaron de nuevo los tres doctores para darle el alta. A continuación llegó el doctor residente de turno en la UCI y cuando Kottow le dijo que según los otros médicos ya estaba en condiciones de irse, la respuesta fue cortante:
–Aquí el único que da el alta soy yo.
Kottow, como paciente y según consta en la Ley de Derechos y Deberes de los Pacientes, podía pedir el alta voluntaria, pero el residente ignoró este derecho y se tomó otras seis horas para mirar su ficha y finalmente, otorgarle el alta en la tarde. Recuperada su libertad, el oftalmólogo salió de la clínica en silla de ruedas, como es reglamentario en las clínicas. Su mujer manejaba.
Pero cuando llegó a su casa y su señora le dijo “bájate del auto”, Kottow se dio cuenta de que no podía pararse. Una extrema debilidad en sus piernas había quedado escondida al pasar dos días amarrado en su cama de la UCI y luego, por la silla de ruedas. Sus 70 kilos estaban convertidos en peso muerto. Con mucho esfuerzo, sus dos hijas lograron sacarlo del auto e instalarlo en un sofá del living. Sentía ganas de orinar cada 10 minutos, y dolores, por lo cual pensó que tenía una prostatitis. Durante los tres días siguientes su inmovilidad empeoró. Primero, no podía sostener un vaso, después no podía tragar bien, ni siquiera con una pajita.
Pidió una consulta neurológica, porque ya era claro que tenía algo mucho más complejo que una prostatitis. Dos fornidos alumnos suyos, estudiantes de doctorado en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, lo ayudaron a subir y bajar del auto hasta la consulta de una neuróloga, acompañado de su mujer y su hija Andrea. La doctora examinó los reflejos de pies y manos y demoró pocos minutos en hacer un diagnóstico que ya sospechaba: estaba afectado del síndrome de Guillain-Barré, una rara enfermedad autoinmune que provoca que el cuerpo genere anticuerpos contra sus propios tejidos, y que generalmente es precedida por una gripe, como le había ocurrido al doctor Kottow tres semanas antes.
El Guillain-Barré también puede atacar los nervios que mueven los ojos, así que, como oftalmólogo, Kottow sabía de esta poco frecuente enfermedad, que le ocurre a 1 de cada 100.000 personas. Pero nunca había visto un caso en su consulta. El síndrome actúa paralizando los nervios motores y avanza desde las extremidades hacia los órganos internos. A él ya le había paralizado las piernas, las manos y la vejiga. En los peores casos, puede llegar a comprometer los músculos de la respiración. Hay personas que pasan un año con traqueotomía y, otras, tres años paralizados. Algunos se mueren. Ante este temible diagnóstico, Kottow no reaccionó con mayor emoción. Anímicamente estaba ausente. “No sé si la apatía era parte de la enfermedad, o si la enfermedad me apabulló tanto, que caí en un apagamiento emocional completo. Mi cuerpo ya no era mi cuerpo, yo no manejaba nada, otros tenían que moverme y no podía lidiar con más”, reflexiona hoy Kottow.
Su futuro inmediato estaba claro: tenía que ser hospitalizado de inmediato.

El oftalmólogo y bioeticista Miguel Kottow, tras dos semanas hospitalizado y varios meses de convalecencia, hoy está recuperado de su enfermedad y de regreso en su consulta y trabajo académico. “El pa(de)ciente fue un libro doloroso de vivir y de escribir. No fue una catarsis —no creo mucho en las catarsis— sino que un acto de disidencia ante las perversiones del sistema de salud y nuestra presencia como víctimas de lo que la medicina hace y deja de hacer”, dice.
15 DÍAS EN LA CLÍNICA
El primer trámite al ingresar a la clínica era la firma de un consentimiento informado en que el paciente se comprometía a pagar todos los procedimientos programados, así como también los posibles costos no anticipados. Kottow, debilitado por su enfermedad, no podía firmar con sus manos paralizadas ni tampoco digerir todo el contenido del documento. “Era un consentimiento a ciegas, a todo evento, y mi mujer tuvo que firmarlo en mi lugar”, dice.
A continuación vino el ritual de convertir al enfermo en paciente: la postura del brazalete plástico, que según escribió después en el libro “no es el tatuaje numérico de los campos de concentración, pero lo evoca”; el reemplazo de su propia ropa por una bata anónima y la obligación a partir de ese momento de someterse a las reglas de la clínica.
La frialdad del personal con que trató desde ese momento solo aumentó la alienación que sentía. “Llegó un anestesista a hacerme una punción lumbar y mientras esperaba la jeringa, se sentó a mi espalda, aunque yo no podía girarme por mí mismo. Intenté de todos modos iniciar una conversación. Le hice un par de preguntas. No se dio por aludido, solo hizo el examen, se despidió y se fue. Él venía a trabajar con mi médula, le daba lo mismo que hubiera una persona colgada de esa médula”, dice.
“Cuando uno ingresa a la clínica, se transforma en el paciente de la clínica, lo ven médicos que no ha elegido, se toman decisiones en las cuales no participa. Al paciente le quitan toda autonomía y participación en lo que se hace sobre él y eso es un error. La clínica hoy es un lugar de desamparo”, dice el doctor Kottow.
Con los exámenes en mano llegaron dos neurólogos especializados en enfermedades periféricas. Los dos iniciaron un diálogo entre ellos en el que Kottow solo participaba como oyente:
–El diagnóstico es claro, es un caso de Guillain-Barré. Según los antecedentes recogidos, hubo un episodio gripal hace tres semanas. Luego vino el traumatismo por la caída que debe haber sido provocada por una falla motora– dijo el neurólogo 1.
Al escuchar, Kottow se sintió por primera vez exculpado de su caída como maestro de cortinas. La causa no había sido su torpeza, ni la enclenque silla, sino que el debut del deterioro motor.
Los dos neurólogos concluyeron que la mejor opción, aunque de resultado incierto, era un carísimo tratamiento con inmunoglobulinas humanas, que se administraría durante 5 días seguidos. Sugirieron internarlo en la UCI, ante lo que Kottow se opuso tajantemente: “Los cuidados intensivos son de por sí desagradables. Vienen a cada rato a medir la presión, prescriben medicamentos sin que uno sepa qué son y uno queda a merced del médico residente a pesar de que no es especialista. Uno se transforma en un paciente ‘UCI’, y le aplican los mismos cuidados sin importar qué enfermedad sufre. Y te cobran muchísimo más que la pieza más costosa de la clínica”.
Ante su insistencia, los doctores transaron y lo dejaron en una pieza común, con la condición que ante cualquier complicación lo enviarían “para arriba”, a la UCI. Fue una de las pocas batallas que Kottow, como paciente, logró ganar en los 15 días que estuvo interno.


El libro que el doctor Miguel Kottow escribió a partir de su propia experiencia como paciente en una clínica privada, fue publicado en diciembre por la editorial Ocho Libros.  
SOMNÍFEROS, POR FAVOR
Instalado en una pieza mediana, acompañado de sus dos hijas y de su mujer, Kottow, en su embotamiento, no supo lo angustiadas que estaban hasta meses después, cuando le mostró el primer borrador de El pa(de)ciente a su hija Andrea. Ella se enrabió, porque en el texto su familia aparecía como un mero decorado. “Tú no sabes lo que significó para mí ver derrumbarse a mi papá”, le reclamó.
Al día siguiente fue a visitarlo un amigo cercano, también médico y colaborador académico. Le entregó una grabadora.
–Graba todas las vivencias y sensaciones ahora, mientras transcurren– lo alentó. –Esta enfermedad te proporciona material invaluable para cotejar tu experiencia con las teorizaciones sobre salud y enfermedad que estudias desde hace años.
Kottow hizo caso. Con muchos esfuerzos y jadeos, lograba encender el aparato, bautizado como su “confesor”, que registró sus infidencias durante los 15 días hospitalizado. Lo grabado fue esencial para recordar después los detalles.
Esa misma mañana comenzó con el tratamiento de inmunoglobulinas humanas, que consistía en la inyección intravenosa de un líquido espeso a lo largo de 6 horas, durante las cuales tenía que beber –con una pajita– 3 litros de agua.
Advertidos de los varios millones que costaría el tratamiento, la familia de Kottow solicitó acogerse al seguro catastrófico de la isapre. La institución respondió que la cobertura se aprobaría solo si el paciente se trasladaba a la sala común del hospital con que tenía convenio. “Yo ya estaba en pleno tratamiento y, además, el stock de las inmunoglobulinas era escaso en otras partes. Por lo tanto, mi mujer tuvo que firmar el ‘desistimiento voluntario’ del plan catastrófico. Y fue catastrófico, de hecho, 12 millones solo en ese medicamento”, cuenta el oftalmólogo.
A pesar del millonario costo, al cuarto día del tratamiento llegó la hora de almuerzo sin que se hubiera iniciado la inyección de inmunoglobulinas. Cuando Kottow preguntó, la enfermera dijo que se habían agotado. “Fue difícil entender, y sigue siéndolo, que un tratamiento que por ningún momento debía interrumpirse, no hubiese sido planificado con certeza de cumplimiento”, dice Kottow. Después de horas angustiosas, recién a las 5 de la tarde se obtuvo el medicamento y la infusión se prolongó hasta pasada la medianoche.
Las noches pasaban lento, porque no lograba dormir. Le daban un somnífero a las 8 de la noche pero este solo tenía un efecto de dos horas. “¿De qué sirve tan temprano? Déjemelo ahí y yo lo tomo después”, pedía Kottow. Pero las enfermeras miraban con molestia a este médico-paciente y le decían que por protocolo debían entregarle el medicamento a esa hora y ser ingerido de inmediato. Más encima, su ligero dormir era interrumpido a las tres de la mañana cuando la paramédico de turno encendía la luz de la pieza, para el control de temperatura, pulso y presión arterial que se repetía cada 6 horas.
Kottow aprendió pronto a fijarse en los detalles de la información registrada en esos controles periódicos, porque en una única ocasión le encontraron la presión más alta de lo normal y le indicaron, sin que él lo supiera, un régimen de comidas sin sal y fármacos hipotensores. Estas medidas se mantuvieron varios días hasta que él preguntó por qué estaba tan desabrido todo.
–Su ficha dice que usted es hipertenso.
–Jamás he sido hipertenso. Al contrario, tengo presiones muy bajas.
De ahí en adelante, cuando venían a controlarle la presión, Kottow pedía mirar lo que registraba el aparato, intromisión que era recibida con un mohín de disgusto de parte de la paramédico de turno. Las preguntas no eran bien recibidas. Si una enfermera le pinchaba una vena para tomar una muestra de sangre y él preguntaba el motivo del examen, la respuesta era, escuetamente, “el doctor lo pidió”. Luego los análisis se incorporarían a su cuenta sin que él se llegara a enterar de los resultados. “Estas situaciones me hacían sentir totalmente carente de autonomía e información”, afirma.
Las pocas excepciones, en que sí se sintió acogido como paciente, fueron a contrapelo del sistema clínico. Después de muchos ruegos, uno de sus dos neurólogos tratantes accedió a ayudarlo con su insomnio. A escondidas, le entregó un frasco de potentes somníferos que podía tomarse a la hora que quisiera.
–No debería hacer esto, porque te lo estoy dando de contrabando sin registrarlo en la ficha– le dijo el neurólogo, que a sabiendas del estricto protocolo de enfermería decidió saltarse las normas para ayudarlo. Kottow agradeció ese gesto como una “perla de ética médica”, según dejó escrito en su libro.
FALSA EMERGENCIA
Una vez terminado el tratamiento con inmunoglobulinas humanas, al séptimo día de ingresar a la clínica, Miguel Kottow empezó a notar la inutilidad médica de seguir hospitalizado. Los médicos le decían que el tratamiento había resultado y la enfermedad empezaba a retroceder. “No veía razones para seguir internado. Estaba recibiendo muchos medicamentos y sesiones de kinesiología, pero todo eso podía hacerse en mi casa con un menor desgaste financiero y sicológico. Porque yo ya no solo estaba apático, estaba empezando a deprimirme”, dice Kottow. Con el neurólogo que le dio los somníferos, se coludieron para programar su salida el sábado siguiente.
Pero el jueves, el día 13 de 15, irrumpió la enfermera a su pieza temprano, con una palabra:
–¡Sepsis!
Al ver la cara de desconcierto de Kottow y de su mujer, la enfermera dijo que en su orina, que examinaba rutinariamente el laboratorio, se descubrió que estaba invadido por una septicemia y tenían que aplicar el protocolo para la sepsis. Kottow lloró, porque la tan ansiada salida de la clínica se había ido al diablo, quizás para siempre. No solo estaba convertido en un foco contagioso que debía ser aislado del resto del pabellón, sino que estaba en riesgo de muerte. Se instaló un letrero afuera que anunciaba aislamiento por sepsis. Llegaron rumas de paquetes estériles con delantales de papel, gorros y mascarillas que toda persona que entrase a la pieza debía vestir. Toda esta actividad manejada, según Kottow, muy militarmente, ocurría sin que nadie le ofreciera información ni mucho menos una contención emocional. El urólogo encargado de tratar la septicemia ordenó por teléfono cambiar los antibióticos, pero nunca lo visitó.
En la noche, después de 12 horas en este angustioso estado de emergencia, una enfermera le dijo que el infectólogo, después de mirar la ficha, había concluido que no tenía una sepsis. Solo había ocurrido una contaminación de la muestra. Toda la involuntaria compra de antibióticos, delantales y mascarillas para la sepsis se agregó a la abultada cuenta del paciente, encargado de asumir los costos financieros y emocionales de este error. Por parte de la clínica no hubo ninguna explicación ni disculpas por el insólito episodio.
Pero por lo menos había recuperado el camino al alta, se consolaba Kottow.
LA CONVALECENCIA
El decimosexto día del ingreso a la clínica lo dieron de alta. Seguiría otro mes con antibióticos, antiácidos, somníferos, neuroestimulantes, antiprostáticos y kinesiología, pero en casa, con servicios de enfermería-hogar. Volver fue un alivio. Pero recuperar la movilidad fue un proceso lento y frustrante. “Me decían ‘¡vas muy bien!’ y yo pensaba ¿cómo que bien? Aún no puedo sentarme, no puedo pararme, me tiran una pelota para que la agarre y pasa de largo”, cuenta.
A poco más de un mes del alta ya podía caminar con bastón, comer con cuchara, pero no con cuchillo y tenedor. Comenzó a transcribir muy lento las grabaciones que había hecho en la clínica. Al escuchar de nuevo su voz débil y llena de quejidos terminaba angustiado e insomne, por lo que decidió cumplir esa tarea solo en las mañanas. Demoró tres meses en pasar lo grabado a texto y luego, cuatro meses en el proceso de escritura. En diciembre El pa(de)ciente fue publicado por la editorial Ocho Libros.
Con muchos esfuerzos, Miguel Kottow lograba encender una grabadora a la que llamó su “confesor”, que registró sus infidencias durante los 15 días que estuvo interno. Lo grabado fue esencial para recordar después los detalles y escribir el libro El Pa(de)ciente, donde hace una fuerte crítica al sistema de salud.

“Fue un libro doloroso de vivir y de escribir. La motivación fue indagar en cómo la medicina institucional tal como se administra ahora, permite que se exacerben la angustia y desprotección que siente el paciente”, dice Miguel Kottow, que hoy ya está de vuelta en su consulta oftalmológica, en su trabajo docente y escribiendo otro libro sobre bioética latinoamericana.
¿Cuál problema que usted vivió como paciente considera más preocupante?
La relación médico-paciente, que es la esencia de la bioética, ya no existe. Cuando empecé a hacer medicina era muy importante el relato del paciente, “cuénteme lo que siente”. Ahora ya no se conversa, tampoco no se ausculta mucho. Se trata al cuerpo como una máquina a la que hay que estudiar, pero olvidando a la persona que encarna ese cuerpo y cómo la enfermedad trastoca su existencia. Todo esto produce una alienación muy grande en el enfermo. Por otra parte es la institución –llámese isapre, o clínica– la que ahora decide lo que se hace o no. Cuando uno ingresa a la clínica, se transforma en el paciente de la clínica, lo ven médicos que no ha elegido, se toman decisiones en las cuales uno no participa. Al paciente le quitan toda autonomía y participación en lo que se hace sobre él y eso es un error. La clínica hoy es un lugar de desamparo, y un desamparo caro.
¿Qué culpa tienen los médicos de estas falencias?
Los médicos también pasamos a ser victimarios de esta maquinaria, porque la capacidad de resistencia al sistema es muy baja. Yo mismo tuve una experiencia muy mala trabajando en dos clínicas. Los incentivos eran perversos, en el sentido de que si tenías muchos pacientes por hora y, por lo tanto, movías mucha plata, te daban un buen horario. Mientras más radiografías e intervenciones pedían, le bajaban el porcentaje de arriendo de la consulta. Había internistas que encargaban tantos exámenes innecesarios, que les salía gratis. Así funciona y eso es cada día más intenso, por lo que me cuentan los colegas que trabajan en clínicas.
¿Y las críticas que usted hace en el libro han tenido algún eco?
Es difícil generar una conciencia en ese sentido. A nosotros nos costó muchos años lograr que la Universidad de Chile tuviera Bioética como ramo obligatorio en primer y segundo año de Medicina. Pero los chicos después llegan a sexto año y cuando me los encuentro en el pasillo dicen “oiga, usted enseñó puras cosas que no veo que se realicen”. Está demostrado que la sensibilidad ética de los estudiantes es alta cuando ingresan, y va cayendo a medida que avanzan en la carrera. Pero igual hay que diseminar esto esperando que algo quede. Mi aporte, además de mi trabajo de años como bioeticista, fue escribir este libro. Lo que pretende, es decirle a la gente que no eres el único que lo ha pasado mal, que no fue una excepción lo que te pasó. Entonces, tal vez se genere una mayor crítica y disposición al reclamo, que en Chile es muy bajo.

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