La confesión
A través de los barrotes de la celda, Inocencio
Caparachín contemplaba cómo el sol se unía con ese cielo metálico que se filtraba
por los barrotes de la prisión. Así cuando el círculo rojo fenecía en el
horizonte, Inocencio Caparachín se dirigía a su cama para continuar con el
único acto decente que se había enfocado en los últimos años: leer todos los
libros que tenía la pequeña biblioteca del presidio. Contrariamente a lo que se
dedicaba, su compañero de celda se había acostumbrado a dormir plácidamente la
mayor parte del tiempo. Este acto de evasión le daba la tranquilidad para leer y
recordar los pocos buenos momentos que había vivido. Sus recuerdos se resumían
a su infancia, su época escolar y el momento en que la conoció. Cuchillo, su
compañero de celda, siempre le repetía que no podía comprender cómo podía
disfrutar su estancia en un lugar donde todas las personas que le rodean
maquinan la estrategia más ingeniosa para poder fugarse. Todos quieres salir
menos tú -le repetía Cuchillo mientras leía los recortes de su asesinato que
había pegado en la pared minuciosamente-.
“Solo me falta noventa años para salir” -le respondía
a su compañero de celda cuando escuchaba su reclamo-. Estas palabras le
otorgaban esa aureola extraña que los presidiarios denominaban la voluntad del Sastrecillo de la presión
en clara alusión a las lectura que realizaba de las obras de Jean Paul Sartre. Esta
voluntad sartreana afincada en su pensamiento y en su accionar llegaba al
extremo de desestimar la benevolencia de poder salir libre dentro de veinte
años por buena conducta.
El juez pudo fácilmente condenarlo a cadena perpetua
o, peor aún, condenarlo a la silla eléctrica porque se llegó a la conclusión
que el asesinato había sido premeditado y brutal. “La había golpeado hasta
dejarla inconsciente para luego destrozarle el cráneo con una piedra que usaban
como batán”. La policía halló rastros de sangre que venía desde la sala hasta
la cocina donde se consumó el crimen.
Pero ante lo descrito debemos de tener otras
consideraciones como que su esposa era calificada por el vecindario como una
mujer déspota y violenta. No hablaba con nadie ni salía a la calle. Solo se le escuchaban
sus gritos de regañamientos hacía él. “No sé cómo la soportaba”. Inocencio
Caparachín llevaba la peor vida que puede tener un marido en una relación
matrimonial. “Todos los sabíamos, inclusive el juez que era su amigo y fue
quien lo sentenció”. “El juez manifestó, un día antes que leyera su sentencia,
que tenía la intención de ayudarlo pero ante su confesión solo le quedó el
camino de hacer cumplir la ley”. “Sé que desestimó la estrategia que preparó el abogado que era deslizar
la idea que tenía problemas psiquiátricos. Era su única posibilidad para salir
absuelto pero desistió”.
La reputación de su mujer por parte de los testigos,
que se presentaron reducir la condena,fue una de las razones para que el jurado
y el juez dictaran una sentencia benigna. La otra, la más importante, fue que
Inocencio Caparachín confesó el crimen antes que empezaran las investigaciones.“Nadie
sospechó de mí hasta que confesé que yo le había partido el cráneo” -se repetía
siempre mientras leía sus libros-.
“Nunca sospechamos de él porque tenía una conducta
intachable a diferencia de su mujer”. “¡Nunca imaginaron que podía matarla ni
muchos menos que todos estos años de convivencia planeó cada paso que iba a dar
para vengarme de todo lo que ella le hacía!”.
¿Dónde estuvo en la noche del crimen? “Estuve en el
billar de “Don Lucho” en donde algunos trabajadores del vecindario nos reunimos
para tomar unas cervezas y conversar sobre cualquier tema”. “Estuvo hasta altas
horas de la noche conversando sobre las novelas policiales (especialmente las
de Dashiell Hammett) y la poca influencia que había tenido en Sudamérica. Un
tema repetitivo y que nadie le daba importancia, y que él insiste en discutirlo
cada vez que llegaba al bar”.
Cuando Inocencio Caparachín llegó a la escena del crimen
y verificó el deceso de su esposa, escuchó la conversación que mantenía el
policía encargado del homicidio y los detectives:
-
¿Y
el esposo? -pregunto el policía- ¿No crees que la haya asesinado?
-
Es
incapaz. Todos los testimonios que he recogido avalan su
carácter pasivo y que la noche del crimen se encontraba bebiendo en el billar
de “Don Lucho”.
-
De
todos modos hay que investigarlo. Los años nos han demostrado que los menos
pensados tienen la mejor coartada.
-
Lo
sé pero como puedo seguir investigando a un sujeto donde la mayoría de personas
que estuvieron en el billar esa noche aseguran que lo vieron hasta altas horas
de la noche. No crees es mejor tratar de buscar otras hipótesis.
Inocencio Caparachín salió de la sala y se dijo para
su adentro: “¡Qué estúpida es la policía! Acaso no puede construir una
hipótesis sin evidencia. Es necesario ser tan egocéntrico para dejar una pieza
del rompecabezas para que se pueda sentir esa fascinación de perseguimiento.
Acaso tengo que confesar para todo termine”.
Al día siguiente los periódicos amarillistas
publicaban en su portada:
¡Marido de la mujer
asesinada confiesa su horrendo crimen!
La audiencia para juzgarlo se programó dentro de dos
semanas.
-
Usted
se declara culpable del cargo de matar a su esposa en forma premeditada.
-
Me
declaro culpable
-
¿Usted
lo cometió o fue ayudado por otra persona?
-
Yo
solo lo cometí.
-
Está
seguro lo que está asegurando porque en la escena del crimen se han encontrado
vestigios que fueron dos personas que cometieron el asesinato.
-
Repito,
yo solo lo cometí.
-
¿Hace
cuánto tiempo premedito el asesinato?
-
Desde
hace diez años. Usted no sabe qué es vivir con una persona que no amas y tienes
que aguantar todos sus caprichos por el resto de tu vida.
Inmediatamente después de la confesión, en medio del
estupor y el silencio de la sala, Inocencio Caparachín no dijo ninguna palabra a
favor de su defensa. Todos lo miraban y no podían creer lo que había confesado.
Así, por primera vez en su vida, sintió ese orgullo inconsciente de ser el
centro de atención. Nunca lo había sentido. Ni cuando hablaba sobre la novela
policial norteamericana ni cuando trataba de discutir con alguien sobre el
planteamiento de filosófico de Ludwig Wittgenstein. Tampoco cuando trataba de
explicar su teoría sobre la clasificación de psicópatas partiendo de la idea de
su accionar y no de su problemas psico- cultural –neurológico. Todos podían
avalar la buena conducta de un hombre que en realidad nadie aguantaba en su
mesa y lo trataba de igual manera que lo trataba su mujer. ¡He ocupado el lugar
que siempre merecí en todo este tiempo! – se dijo para sus adentro-. Cuando el
excitante estupor se extinguió entendió que esa efímera sensación nunca más
volvería a sentir.
Al principio del juicio, el juez y los jurados, se
resistía a dar crédito a la confesión pero descubrieron que Inocencio
Caparachín desapareció por media hora del lugar que todos corroboraban que
había estado. En ese lapso de tiempo nadie puedo asegurar que lo había visto. “Pensé
que estaba en la barra tomando solo como es costumbre o buscando conversación
con alguien pero ahora que lo recuerdo no fue así”. Los testimonios se
volvieron cada vez más incriminatorios hasta que el juez tuvo que dictar sentencia.
“Puede ser que Inocencio Caparachín en ese lapso de tiempo se haya trasladado a
su casa para matar a su esposa. Si bien no es una afirmación concreta es la
única que tenemos para avalar su confesión”.
Inocencio Caparachín dejó el libro en la mesita de
noche, se levantó y se dirigió a la ventana. Quería contemplar aquel cielo que
sería vencido por la noche. “Con el tiempo todos los reos descubrimos que ese
cielo que se postra en nuestra ventana no es el mismo para todos. Cada uno
tiene su cielo, su propia verdad”. Deseaba la libertad, como todos, pero para
qué desear aquella idea de libertad si en su infancia le había sido negada; si
estudió, toda su adolescencia, enclaustrado en un colegio, y si cuando
presintió que iba a descubrirla con la mujer que amaba, ésta lo convirtió en el
hombre más infeliz de la tierra. “La vida me ha hecho amar la soledad que he
descubierto en ese habitación y que la única manera de abandonarla es leer
aquellos libros de borran sus barrotes”.
Ese aire ácido de soledad que va poblando tu cuerpo
hizo que con los años los interno lo respetaran y admiraran. “Ves ese tipo,
cometió el crimen perfecto. La policía nunca descubrió que fue él. Tuvo que
inculparse para que él mismo cierre la investigación criminalista. Hasta ahora
no ha quedado bien claro el móvil del asesinato ni los detalles. Su palabra a
perdurado como testimonio de esa noche macabra”. Inocencio Caparachín, después
de la audiencia, nunca más habló sobre el crimen.
“No puedo quejarme de la vida que me ha tocado vivir-pensó
mirando a las tinieblas que reinaban el unísono-, ni lamentarme de haber
confesado que la asesiné. Pero lo que siempre me voy a preguntar cuando termine
de leer un libro de misterio es quién pudo haberla asesinado”.
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