Juan Benavente: SINCERIDAD NOCTURNA

29 marzo 2011

Sobándose ambas manos se acercó a los dos vates que acababan de dar una conferencia sobre la poesía contemporánea, el doctor Olivera, no cesaba de felicitarlos.

- Ha estado muy bien el acto. Los felicito, ha gustado al pueblo; sin duda son muy buenos.
- Es que la gente que ha venido ha colaborado también y gracias doctor por sus palabras, nos alienta a seguir por este sendero.
- Bien, pueden subir a la camioneta que ya nos vamos, porque Chiclayo está un poquito lejos.
- Gracias.

Después del vino de honor y algunos vasos más, subieron presurosos, ya frizaba, más o menos la medianoche. El vehículo en marcha y en el interior se animaba la noche con la conversación, pues el doctor Jaime Olivera, se enteraba más y más de literatura, recuperando con creces los conocimientos de temas actuales; por su profesión había descuidado un poco. Afloraban de vez en cuando risas contagiosas al compás de las bromas.

- ¿Está lejitos doctor? – Preguntó Máximo.
- No tanto, de aquí ya estaremos un poco más de media hora.

De pronto a lo lejos se veían una siluetas humanas, efectivamente dada la cercanía de la camioneta, dos mujeres jóvenes, agitaban desesperadamente los brazos. Inclusive una de ellas para asegurarse, temerariamente se ubicó casi en el centro de la angosta carretera.

- ¡Hum…! lo que nos faltaba.- Refunfuñó el doctor Olivera…
- Qué sucede doctor.
- Son “lolitas” de la zona y seguro que se han quedado sin movilidad. – Enfatizó lo siguiente. – No hay que darles mucha confianza porque son muy “treponas”, ah…, bueno ustedes comprenderán ¿no?
- No se preocupe doctor.
- Por si acaso, por humanidad las voy a recoger para llevarlas a la ciudad.
- ¡Gracias a Dios! Ha escuchado nuestro llamado. ¿Nos llevas? – al ver a los acompañantes - …perdón, ¿Nos puede llevar doctor?
- ¿Qué hacen por aquí muchachas?
- Nos quedamos sin querer. Cuando nos dimos cuenta, ya era tarde.
- ¡Suban!

Con miradas de agrado, observaban a las agraciadas muchachas y ante el requerimiento de una de ellas.

- ¿Y quiénes son los señores, doctor? ¿No nos presenta… di?
- El doctor Olivera, dueño de la situación y con el fin de guardar la distancia con los visitantes, se le ocurrió decir:
- ¡Ah sí! Bueno, ellos son mis colegas… ejem… el doctor Máximo Dávila y el doctor José Varas…
- Mucho gusto doctor… yo soy Carmen y ella Rosaura.

Con la venia correspondiente respondieron los poetas, luego de una pausa, sólo era reemplazado por el ruido que producía el vehículo que continuaba llevándolos por la accidentada y angosta carretera, compartieron momentos armoniosos con sus ocasionales acompañantes.

- Rosaura, aquí hay billete. ¡Que suerte! Son doctores. – Al oído, Carmen le decía a su compañera.
- Sí, ya sé. Siéntate bien.

El mutismo fue roto por el doctor Olivera, que azaroso conducía la camioneta.

- Está corriendo un viento fresquecito.
- Sí doctor, hace tiempo que no sentía este airecito.
- Será por los visitantes, seguro.
- No tanto – intervino Pepe – mas bien creo que el viento se ha sensibilizado y vibra al resbalar en nosotros y roba nuestros sentimientos como para una fiesta de dulce amor je, je, je…
- ¡Aso! Parece poeta… usted doctor. De dónde vienen.
- De la capital.
- Y qué dice Lima, sigue igual que siempre o peor.
- Por ahí, por ahí. – Refunfuñó Máximo, mientras galantemente Pepe participa.
- Se puede saber de dónde han sacado tanta hermosura. Son bonitas como las rosas de un verdadero paraíso. Como el airecito fresco que nos acaricia solazmente.
- Románticos habían terminado estos “matasanos”. Usted que dice doctor Olivera.
- Bueno con una noche como ésta, cualquiera se vuelve romántico.
- Por supuesto. – Contestaron en coro Máximo y Pepe.

La conversación se hizo más amena, mientras, la camioneta continuaba cuán luciérnaga abandona en esa noche donde inclusive la luna asomaba indiscreta. Los “doctores” participaban respondiendo con cuidado algunas preguntas, pues aun cuando la mayoría de respuestas eran erradas, pero al fin y al cabo convincentes, sudorosos orquestaban tratando de salir del embrollo en el que los había metido el doctor Olivera que silencioso permanecía.

- …y ahora doctor, Dávila, ¿qué es bueno para el dolor de oído?
- Si es por “malaire”, un cartucho de papel de algún periódico pasado y el extremo que termina en punta, se rompe un pedacito y luego de colocarse en el orificio del oído afectado se prende fuego en el otro extremo y clarito se nota algunos soplos.
- ¿Y eso sana?
- Por supuesto.

Pepe que observaba atentamente indicó además.

- Si persiste el dolor hay que ir mejor al médico, entonces como hay instrumentos en fin ya se da la solución correspondiente. Hay fórmulas para todo.

Ya la conversación, convertida en un severo interrogatorio, fue cambiando de cariz, ahora para tratar sobre experiencias pasadas durante el día o la semana; se notaba el desprendimiento de coquetería. El ambiente estaba más alegre y así como iba aumentando la alegría y la confianza, iba aumentando también la imagen de la ciudad. Al lo lejos se dibujaba y fue detectado por las opacas luces dejaban ver cada vez con claridad. Mientras festejábase cualquier ocurrencia, entonces Rosaura planteó.

- Si no están apurados, todavía tenemos tiempo para ir a una “peñita”.

Efectivamente, entrando ya a la ciudad, decidieron ir. Lo único que hizo el doctor Olivera fue virar y complaciente les recomendó una acogedora y tranquila.

- Bueno, aquí es.

Abrió la puerta y despidiéndose de los ocupantes, permanecía en el timón del vehículo con el motor encendido.

- ¿Usted doctor no se anima a pasar un momento con nosotros?
- No, gracias mi estimado. Además aquí sobra un hombre, por eso opto por la retirada.

Rompieron en una estruendosa carcajada.

- Muchas gracias doctor por haber sido tan gentil.
- No, no se preocupe. Es nuestra obligación brindar toda clase de atenciones a nuestros ilustres visitantes.
- Gracias por todo y seguramente volveremos a visitarlo.
- Por qué no. ¡ah! por si acaso mañana temprano o mejor dicho a primera hora se acercan donde Lucio para que les indique qué carro tomar para llegar sin problemas a la capital.
- Gracias, doctor Olivera. ¡Hasta la vista!

Se despidieron, luego desapareció entre la polvareda levantada por la camioneta al marchar con rapidez. Ellos, guiados por las féminas entraron a la peñita que se apiñaba en un rincón de la ciudad norteña, pues en efecto reflejaba un ambiente acogedor, alegría prepotente, música, luz, cigarrillo, licor entre otros, formaba el eslabón que unía la noche con el día. Ya en una mesita ubicada en el fondo donde apenas eran observados por un viejecito que fumaba pausadamente frente a su botella casi llena de fino ron. Máximo y Pepe, se miraban un poco preocupados por los elevados precios y dada la osadía de ellas, quienes con propiedad hablaban y reían demostrando entre otras cosas, suma experiencia. Esperaban deseosas, la presencia del mozo, mientras en voz baja menudeaban parte de la intimidad, cuando…

- Discúlpeme doctor, mejor te digo Máximo, quiero serte franca… este… la verdad es…
- Qué pasa. Por qué tanto rodeo, diga de frente lo que tiene qué decir, pero ya.
- Bueno, un momento. La verdad, mi nombre no es Carmen, ni de ella es Rosaura en este sitio y sabes por razones tarifarias tú ya sabes.- Relevando su coquetería le guiñó el ojo izquierdo.
- ¡Ah! era eso… - por un momento miró el ambiente y luego de hacer algunas muecas, refirió. – Yo también deseo ser franco contigo.
- ¿Sii?
- Sí. No somos doctores; sino poetas.
- ¿Ganan más que los doctores?
- Cuántos poemarios tienes en casa.
- Poe… ¿qué?
- Cuántos libros tienes en casa. – Máximo elevó la voz.
- En mi casa no hay libros, ni esas “huevadas”. Mi padre siempre nos dijo que eran tonteras y eso no se come. Ni pal cole, tuve.
- Por lo mismo señoritas, nosotros estamos más calatos que una piedra triste del Orinoco.

De repente, rieron y callaron de inmediato y la magia del “romanticismo” se desvaneció.

- Qué hacemos. – Intervino Rosaura y de inmediato contestó Carmen.
- ¡Nada “Jijuna”! pues ya perdimos la noche.

Abruptamente se pusieron de pie y decepcionadas fueron hacerle compañía al viejecito quien, gustoso compartió su ron y su madrugada con una sutil sonrisa de ganador, buscaba con el rabito del ojo a los abandonados que simulaban estoica serenidad.


Juan Benavente / Lima, abril 1988.

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