Algunas divagaciones a cerca del poema “XXIII” de Trilce

10 mayo 2016

Por:Ángel Gavidia Ruiz
                                                                 
Este es el poema: Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos/ pura yema infantil innumerable, madre.// Oh tus cuatro gorgas, asombrosamente/ mal  plañidas, madre: tus mendigos./ Las dos hermanas últimas, Miguel que ha muerto/ y yo arrastrando todavía/ una trenza por cada letra del abecedario.// En la sala de arriba nos repartías/ de mañana, de tarde, de dual estiba,/ aquellas ricas hostias de tiempo, para/ que ahora nos sobrasen/ cáscaras de relojes en flexión de las 24/ en punto parados. // Madre, y ahora! Ahora, en cuál alvéolo/ quedaría, en qué retoño capilar, / cierta migaja que hoy se me ata al cuello/ y no quiere pasar. Hoy que hasta/ tus puros huesos estarán harina/ que no habrá en qué amasar/ ¡tierna dulcera de amor!, / hasta en la cruda sombra, hasta en el gran molar/ cuya encía late en aquel lácteo hoyuelo/ que inadvertido lábrase y pulula ¡tú lo viste tánto!/ en las cerradas manos recién nacidas.// Tal la tierra oirá en tu silenciar, / cómo nos van  cobrando todos/ el alquiler del mundo donde nos dejas/ y el valor de aquel pan inacabable./ Y nos lo cobran, cuando, siendo nosotros/ pequeños entonces, como tú verías,/ no se lo podíamos haber arrebatado/ a nadie;  cuando tú nos lo diste,/ ¿di, mamá?
Vallejo escribió este poema en 1919,  cuatro años antes había muerto su hermano Miguel y, en 1918, su madre. Los cuatro últimos hijos de la familia Vallejo Mendoza fueron: María Agueda, Victoria Natividad, Miguel Ambrosio y el mismo César Abraham. Por lo demás, “Aguedita”, “Natividad” y “Miguel” figuran en varios de sus  poemas. El poema “XXIII”   fue escrito cuando Vellejo vivía en Lima. Y 1919, para su autor,  fue un año muy difícil: inestabilidad económica, abandono de un trabajo y  graves problemas sentimentales.
El poema que nos convoca trasunta una intensa nostalgia. Un retorno a la infancia y, a través de la infancia, a la madre. Y no hay madre sin querencia. Por eso este poema está tan lleno de elementos santiaguinos entre los que prevalecen los hornos y el pan (repetitivos en Vallejo) por que Santiago de Chuco fue y es el lugar de los hornos de pan fresco, del pan de yema, de los bizcochos, de los bizcochuelos, de las rosquitas de manteca,  de las vacitas, de los rosquetes, de los alfajores y hojarascas cuyo prestigio aún permanece.
La segunda estrofa sugiere fuertemente un paisaje familiar en donde cuatro pequeñuelos, más precisamente, lloriqueantes muchachitos, siguen a la madre. La trenza por cada letra del abecedario, si no se tratara de un niño “del pueblo”, me recordaría los shimbas, niños varones generalmente campesinos a los que se les dejaba el pelo largo hasta que en una ceremonia especial se les cortaba las innumerables trenzas que les hacían para esa ocasión.
La evocación de ese tiempo infantil denso, polícromo, vital con su sala de arriba  y sus bizcochos contrasta con los relojes en cáscara detenidos, casi muertos del ahora del poeta. Es en la tercera estrofa. Aquí el pan se extrapola con el tiempo. Hay, en Santiago,  una expresión familiar, propia de las madres que avizorando tiempos difíciles  dan de comer a sus hijos “para cuando no haya”. Quizá esta cáscara de relojes tenga algo qué ver también, además de otras carencias, con el hambre. Dígase de paso que César Vallejo, a pesar de su delgadez, tenía muy buen apetito según testigos presenciales.
En la cuarta estrofa sigue con la madre, sigue con la infancia, sigue con los dientes incompletos cuya circunstancia una madre minuciosa conoce y acompaña. Hay una migaja extraviada por allí, quizás  una emoción,  una miga de esos gratos momentos,  que, tal vez, de tanto evocarla ya, se ha trocado en pena  que no puede pasar. Es frecuente en el habla popular  echar mano a expresiones como  “se me ha atrancando un huesito en la garganta” y también “lo tengo atravesado en la garganta”. La primera  se dice cuando se quiere compartir algo apetitoso frecuentemente del propio plato incluso evocando a un ausente y la segunda es una suerte de  duda cruel, de serio disconfort  espiritual.
Finalmente, el oxímoron tan caro al poeta santiaguino vuelve nuevamente (la tierra oirá en tu silenciar), esta vez, a modo de queja más que de protesta, parar recalcar la orfandad, la falta de la madre protectora; aquella que antes pagaba el precio de todos  por vivir (el alquiler del mundo) y que ahora,  que ella ya no está, el costo tendrán que asumirlo los hijos incluyendo el precio del amor maternal que el poeta dice no le ha quitado a nadie, y aquí, esta frase parece tener un parentesco  gemelar con ese viejo sentimiento de culpa que asoma, por ejemplo,   “Ágape”  de Los Heraldos Negros : Porque en todas las tardes de esta vida,/ yo no sé con qué puertas dan a un rostro,/ y algo ajeno se toma el alma mía.
Curiosamente, esa madre cuyos huesos estarán  harina está más viva que nunca en el poeta que termina su conversa en un cotidiano “¿di, mamá?”. Porque, probablemente, las madres no mueren nunca. Nunca.


Trujillo, 8 de mayo del 2016

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