SOBRA DE MOROCO
Dedicado a los nombres sin
apellido,
a todos los que nacieron del
odio,
y tuvieron que aprender a
amar,
cerrando las heridas que les
tocó vivir.
Este cuento va dedicado a
ellos, que son hijos de la guerra.
Camino hacia la terminal de
buses, avanzando un paso y retrocediendo dos. Me detengo por todo, veo los
libros en el escaparate de las tiendas, respeto las luces del semáforo, le
compro lo que sea a los vendedores ambulantes, me distraigo mirando los rostros
de la gente que pasa, estoy buscando algo que me haga regresar a casa, desistir
de mi viaje, huir de mi destino. Pero no puedo, hay cosas que se tienen que
enfrentar por más que duelan, recuerdos que se deben desempolvar por más
enterrados que estén, porque están vivos, porque no han muerto, porque sus
bocas sin voz claman justicia, porque para vivir en paz es necesario entender
la guerra, sus atrocidades y sus consecuencias.
Sólo llevo de equipaje una
mochila, mis 22 años casi agonizantes y un par de cuadernos azules, llenos de
preguntas. No es mucho, pero es todo lo que tengo. Mis dudas y mi vida
fragmentada; ni siquiera estoy seguro de mi nombre, sé que mi madre me
inscribió en la municipalidad de ese pueblito, con el nombre de Ernesto, pero
nadie me llama así desde que llegué a la ciudad, todos dicen que me llamo
Gabriel. ¿Qué es cierto? ¿Quién soy yo? ¿El hombre hecho de ciudad, de libros,
de universidad, de hogar fresco y comida caliente? ¿O el niño que nunca fue
niño, que fue huérfano, que salió de las entrañas de su madre oliendo a tierra
de cementerio, a soledad y a noche oscura? Espero que el viento me susurre las
respuestas mientras me adentro en la sierra, mientras me alejo de mi refugio,
mientras regreso a mis raíces. Espero no llegar tarde, que las respuestas me
estén esperando todavía en la casa en donde parió mi madre, en donde se quitó
la vida, en donde se escondió la mía.
La carta llegó con un poco de
tardanza, casi veinte años. Tímida, culpable, asustada. Estaba firmada por el
ministerio público, con sellos importantes y con letra elegante. ¿Qué
pretendían? ¿Arreglar con un papel membretado, toda la mierda que nos hicieron
tragar en años y años de guerra terrorista? Dicen que la comisión de la verdad
y la reconciliación ha llegado al pueblo donde nací, hablan de curar las
heridas, de perdonar el pasado. Dicen que todas las víctimas del proceso deben
estar presentes, que se exhumaran cadáveres, que por fin nuestros muertos
volverán a nuestros brazos. Yo que nací medio muerto, ¿A qué brazos he de
volver, si mi madre harta de tanta burla y tanto dolor se terminó por colgar de
una viga en la casa en donde tuve mis primeros sueños, de donde provienen mis
primeras pesadillas? ¿A qué muerto estoy buscando yo, si el hombre al que llamo
papá nunca logró morir, siempre vive en mis recuerdos, en mis largas caminatas,
en mis poemas más sinceros?
Tengo mucho tiempo para que una
pregunta engendre a otras, el viaje durará 8 horas, eso me ha dicho el chofer,
que me ha visto cara de limeño y me ha recomendado que tome pastillas para el
mal de altura. Prefiero no tomarlas, quiero sentirlo todo, conectarme con todas
las emociones y sensaciones que me produzcan la vuelta a Chuschi, ese pueblito
de Ayacucho, a donde debo ir a llorar todas las lágrimas que me tragué para que
la vida no se riera, no se burlara, no me hiciera trizas. Mientras el bus sale
de Lima, empiezo a reconstruir toda la historia, a poner en orden todas las
piezas, a armar el rompecabezas.
Mi madre se llamaba Justina,
tenía los ojos café y la piel blanca de todos los sustos que tuvo que vivir.
Tenía 21 años cuando se casó con Kuntu, mi padre, que desgraciadamente no es mi
padre. Vivieron ocho meses en una casita hecha de quincha, madera y sueños en
una loma a la salida del pueblo, miAl llegar a Chuschi, los rostros de los
paisanos que no conocí me miran con desconfianza, ninguno de ellos sabe quién
soy y yo prefiero que así sea. Hace frío, hace ausencias, hace nostalgia.
Volver a Chuschi es volver a ser el niño que tenía miedo, que no sabía quién
era, que no entendía el rechazo del pueblo, la muerte de su madre, la crueldad
del mundo, el puto significado de la palabra guerra.
Las calles han cambiado, ahora
hay una plazuela y muchas tiendas en dónde se vende agua ardiente, cigarrillos
y panes. El pueblo está lleno de extraños, la mayoría viene de Lima por la
exhumación de la fosa común que han encontrado, me acerco a una de las
señoritas que vienen de fuera, le pregunto por la CVR, me indica el lugar de
las excavaciones, me pregunta si soy familiar, si vengo a buscar a alguien, le
respondo que sí, que es muy probable que mi padre esté enterrado en esa fosa,
ella dice que ya han sacado los primeros cadáveres y que los familiares los han
reconocido. Me sonríe con pena al despedirse, yo me alejo, sin devolverle la
sonrisa.
Cuando llego, hay una cinta
amarilla que divide a los familiares, del hueco cuadrado en donde siguen
excavando los forenses para recoger los cadáveres que la tierra vomita,
asqueada de tantos años de indiferencia y olvido. Me coloco en una esquina,
alejado de los otros familiares, no quiero estar cerca, he reconocido unos
rostros y no quiero que me reconozcan, las penas así de grandes, se deben
llorar a solas.
Después de unas horas, de tanta
espera, de tantos años y de tantos presagios, una voz grita que han encontrado
el cuerpo del alcalde y del teniente alcalde, un llanto de mujer rompe los
cielos, es la esposa de Jacinto, el teniente alcalde, está muy anciana y no
soporta reconocer en ese montón de huesos, el poncho marrón que le compró a su
esposo.
Yo me acerco despacio y al lado
de Jacinto, veo los huesos con un poco de piel pegada y reconozco en esos orbes
vacíos, la mirada dulce de mi padre. Ahí está su cuerpo, cómo último grito de
rebeldía, como el más feroz indicio de que hubo vida. Me arrodillo en la
tierra, no sé si tengo ganas de llorar o de morirme, sólo quiero quedarme
mirando esa casaca azul, esas ojotas negras, esa boca que cantaba, reía y
dirigía, sólo quiero estar aquí escuchando lo que el cadáver tiene para decirme,
seguro él también está feliz de verme, yo lo sé aunque haya silencio a través
de esa voz que la maldad de los uniformados, apagó para siempre.
“Qué mierda haces aquí, tú que
también eres culpable, maldito malnacido, maldita sobra de moroco”, grita un
hijo de Jacinto y se abalanza sobre mí para golpearme, el chiquillo debe tener
15 años, y no sabe nada, sólo le han dicho que soy hijo de algún militar del
pelotón que asesinó a su padre. Yo lo empujo para sacármelo de encima y el
chico cae dentro de la fosa.
Estoy molesto, estoy
desquiciado y le grito al viento, todas las palabras que nunca fui capaz de
decirle al pueblo: “Yo no soy ninguna sobra de moroco, imbécil. ¿No ves que mi
padre también estaba enterrado en esa fosa? Yo soy todo lo que les faltó a los
morocos, yo soy valiente porque elegí vivir, yo no soy un malnacido, soy un
hombre que al igual que tú, ha venido a buscar sus raíces. Que lo sepa todo
Chuschi carajo, el hombre que han sacado hoy de la tierra se llama Kuntu
Rosales y ese hombre es mi padre”. Nadie dijo nada, hubo un silencio parecido
al miedo, parecido a la lástima. Después de un rato, los familiares siguieron
llorando a sus muertos, y yo seguí conversando con el cuerpo muerto de mi
padre, que ahora, estaba más vivo que nunca.
Aquí yacen dos palomas
enamoradas, que amaron a Chuschi, amaron la vida y por qué la amaban fueron
capaces de entregarla. Aquí yacen mis padres: Kuntu y Justina, viviendo en su
muerte, todo lo que tuvieron que morir en vida.
(Es la inscripción que se lee
en una tumba doble en el cementerio del pueblo, adornada con jazmines,
violetas, geranios y margaritas, lejos para siempre de la pólvora y la
dinamita).
Alicia.
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