No todos conocemos los
antecedentes latinos del verbo leer. Leggere es
una palabra latina de la que
deriva la española. Esa palabra
significaba ‘recoger el grano
en el momento de la cosecha’. Había que
recoger el buen grano. Esa
tarea no se reducía, como podríamos pensar,
a recogerlo. Antes se debía
probar el grano, para recoger solamente el
que estaba bueno y podía
servir como alimento. Era un modo de
asegurarse el provecho. Leer
era una tarea que aseguraba el alimento.
Era, por lo visto, una
palabra del mundo rural. Este es el antecedente
lejano.
Leer, entre los que hablamos
español, significa reconocer las letras y
las palabras. No significa
pronunciar en alta voz lo que está escrito.
Significa penetrar,
comprender y saborear el contenido. Significa,
así, comprender lo que está
encerrado en los textos. No nos
conformamos con que los ojos
reconozcan los signos; necesitamos que la
mente penetre en lo escrito y
reconozca el significado: es decir, lo
que han querido decirnos a
través de la escritura. Ese saber garantiza
un aprovechamiento
inteligente.
Quien no ha leído no puede
defenderse en la vida, porque no tiene nada
sabido. Para saber algo hay
que leer mucho.
Cuando hablamos de lo valioso
que es la lectura, y mencionamos la
necesidad que toda persona
culta tiene de acercarse a los libros,
estamos reclamando por el
resultado de una política en que debemos
empeñarnos todos los
ciudadanos. No es exclusiva tarea de la escuela.
Es una obligación familiar.
Uno debe adquirir en la casa, antes de ir
al colegio, la buena
costumbre de leer.
Libros con ilustraciones,
para saborear las láminas y recrearlas con
la imaginación, deben
constituir los estímulos primeros. El libro debe
estimular en el niño la
capacidad para el asombro, para la sonrisa,
para la conmoción interior.
Esas láminas pueden inspirar
explicaciones, para que vaya
el niño asociándolas con el conocimiento.
Libros que sirvan para ir
creando la certeza de que se es persona. Lo
comprobamos cuando el niño
recuerda las ilustraciones y cuanto a
propósito de ellas le hemos
dicho. Ese saber interiorizado lo ayuda a
crecer mentalmente. Lo invita
a comentar lo que ha visto en los libros
con sus pequeños compañeros.
Con ese bagaje de texto va el niño a la
escuela. La escuela no le da
el lenguaje, que el niño ha logrado
madurar en la casa.
Hay un error muy difundido
que conviene poner de relieve.
Cuando se habla de la
necesidad de leer, y pedimos inocentemente guía
de lecturas para los
muchachos, se suele creer que esos textos deben
ser de literatura. Muy
difundida está, así, la idea de que los libros
tienen que ver con la
literatura. Nadie concibe que sea legítima tarea
de lectura un texto
periodístico, un capítulo de un libro de historia
económica, un texto de
geografía o de anatomía. Se han empeñado en que
ese libro sea novela o
cuento, y, a veces, hasta de poesía. Grave
error, desde todo punto de
vista. Basta recordar cómo accede el niño
al lenguaje. Su modelo (el
indispensable modelo) es la lengua oral que
lo rodea, en cuyo ejercicio
está inserto. Es lengua surgida de
circunstancias específicas de
la vida real: desayuno, mercado, juegos
y otros momentos de la vida
diaria. El lenguaje lo ha ido adquiriendo
en determinados contextos
familiares, en situaciones idiomáticas muy
precisas, en las que el niño
suele ser testigo o protagonista.
Por eso las revistas y el
periódico son inesperados textos de lectura:
dan cuenta de lo que ocurre
en la ciudad y en el mundo; hablan sobre
la producción, sobre la vida
cultural, sobre lo bueno y lo malo. Todo
está escrito, y si lo leemos,
estamos enterados.
Pero hay que aprender a leer
en alta voz. Es indispensable ejercicio
para lograr adentrarse en los
textos. Ayuda a descubrir el valor que
tiene la modulación, la
entonación. Una manera de leer en alta voz
denuncia si se ha comprendido
lo que se va leyendo. Por eso hay que
ejercitarse leyendo en alta
voz textos escritos y pensados por uno
mismo.
La lectura es provechosa
cuando el niño está en capacidad de
recibirla. El niño debe saber
que hay libros que describen las cosas
como son: y eso es un libro
de geografía, por ejemplo. Y hay libros
que inventan una realidad; y
esos son los libros de cuentos. Para
probar que así es, debemos
invitar al niño a que invente cuentos un
día, y que describa lo
ocurrido la víspera en su casa, otro día. Así
va adquiriendo la certeza de
que –como todo humano– es un creador de
lenguaje, y también la
convicción de que puede distinguir lo real de
lo irreal.
Luis Jaime Cisneros: ¿Sabe,
usted, qué significa leer?
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