Túnel el Socorro (Cuento) Luis E. Aguilera. La Serena-Chile

12 agosto 2013

El  gran tesoro escondido en el “Túnel, El Socorro” quedó tapiado por todos sus flancos, desde que llegaron las grandes compañías a destruirlo todo. Permanecieron así; se paralizaron todos los movimientos, de un momento a otro; la  mina se fue aterrando en muchas de sus entradas para siempre -es lo que se creyó-; sin embargo, más de uno se atrevió a ingresar, a tratar de recuperar algunas desventuradas “pepitas de oro”, que quedaron por allí, en algún rincón que jamás se arañó, siguiendo la  vetilla que sólo los pirquineros más avezados conocían, como era el caso del “Chato Guerra” y su hermano,  “El Guatón Gabriel”.

Me confidenciaron una noche, entre varias rondas de cervezas, que “La Pechita”, como le decían cariñosamente a su madre, mujer solidaria y alegre, que ante cualquier problema presentado lanzaba su frase preferida: “Todo se arreglará”; a pesar de que el día muchas veces no le proporcionara una ocasión esperada y  se acostara desalentada por la noche, con sus ojitos húmedos y brillantes; pero luego se levantaba muy de madrugada, con más confianza todavía en su buena estrella, y repetía: “Todo se arreglará”.

Ella gustaba de contar historias a los niños, en cada una de  las reuniones familiares, en la mesa grande del comedor, donde cabía toda la fraternidad del pan y la leche, para sus hijos o algún  niño vecino que llegara con los suyos. Les describía relatos divertidos, que constantemente los hacían reír; de fantasmas tristes y olvidados llenos de magia, para  permitirles soñar las largas noches,  o  bien  arrojar más de alguna lágrima  por sus pequeños ojos. Sólo ella podía transmitir con tanta veracidad cada una de las historias: “Que por las sombras de las quebradas siguen los espíritus de los Incas y de los primeros “Curacas Diaguitas”, vigilando los tesoros que se localizaban en diferentes faldeos enterrados; herencia exclusiva de este pueblo tan animoso y experimentado”.

“Siempre he pensado que todas esas tradiciones que nos detallaba mi madre, tienen algo de verdad e inocencia. Pero yo he visto en noches de verano ´Luces de plata y oro’”, me dijo “El Chato Guerra”, que se transformó en el “conchito” regalón de su madre que lo arrullaba entre sus brazos y de todos sus hermanos.

“El Guatón Gabriel”, el segundo de sus hermanos,  se encontraba a nuestro lado, ratificando con un leve movimiento de cabeza todo lo que platicara el “Chato”; permaneciendo en una actitud reflexiva y meditabunda, luego pasaba su mano por sus cabellos y cuello, y exclamaba: “¡Así no más es poh, mi amigo, como le cuenta aquí mi hermano!”

Los ojos del “Chato Guerra” lanzaban llamaradas de alegría, al constatar que estaba muy afianzado y su cuerpo se intranquilizaba, presa de una intensa excitación. Y continuaba: “¡Estas luces de oro y plata!, de las cuales les hacía mención momentos antes,  forman una gran  metrópoli, que indica el lugar mismo del entierro, y no es otra cosa que la gran cantera de oro, que explotaban los Incas con ayuda de  los Diaguitas…
¡Yo pocas veces acostumbro a conversar de estas cosas, ya que para mí es algo muy santificado!”

Del mismo modo, las bribonadas estuvieron  a flor de labios esa noche, de parte del “Guatón Gabriel”. Después de lanzar una escéptica sonrisa invisible en la sobriedad del recinto a medía luz, plegó sus gruesos labios y me dijo muy “contimplique”: “¡Mire, mi amigo!, yo muchas veces anduve muy solo, por disímiles derroteros, lo que me permitió calzar muchos puntos, y nunca se lo conté a nadie. ¡Ahora mismo se lo voy a relatar!” Yo lo miraba, detallando cada una de las apariencias enérgicas que se concebían y que a veces resultaban muy duras; pero que sólo momentos antes se habían mostrado suavizadas con un abrazo y un apretón de mano.

Después de unos segundos, el “Guatón Gabriel”,  reflexionó, y se le iluminaron sus ojos negros como un socavón; lo encontré un poco triste, mientras echaba el humo soñoliento y vertical que ascendía desde el cigarrillo, sujeto por sus labios. Tenía las dos manos en la mesilla, que jugueteaban con el envoltorio de cigarrillos. Nuevamente me miró, desprendió una sonrisa de medio labio, pero sincera y amigable: “La naturaleza es un organismo serio, mi amigo, lo más dotado de hermosura y riqueza; mientras uno se encuentra en lo más alto de los cerros -yo no le pongo ni le quito…-, la heredad es benévola, ha nutrido a este poblado y a todos los afuerinos que siempre llegaron aquí; es como las misericordiosas arboledas, ellas esconden sus frutas exquisitas y deliciosas en lo más alto, donde nadie se las puede arrancar… Lo mismo pasa con la montañas que cercan Andacollo, ellas ocultan sus minerales en los segmentos más altos, allí se encuentran las más admirables riquezas.”

Como “guaina” que era el “Chato Guerra”, nos miraba con atención asintiendo con la cabeza todo lo que decía su hermano; se tomó su tiempo -para ordenar sus ideas posiblemente-, enseguida me observó  y me dijo: «¡Le cuento, gancho!, una vez me salió el  “Mandinga”, duro e inflexible el Mañoso. En la quebrada, allí arriba,  siempre fanfarroneando… Yo creo que me venía “loreando” hace mucho rato… ¡Se imagina, gancho!, yo sólo por ahí, con mi  morral multicolor, de lana de guanaco, caminando desde “La Yerba Loca” a “La Chépica” para llegar por el atardecer a Andacollo, son catorce kilómetros aproximadamente de distancia, y yo solo, sin “pitar un pucho”; de repente, sentí las herraduras  nuevas que sacaban chispas en el empedrado del camino,  era una mula acometedora y no hay por qué, no reconocerlo.

»Con sus crines bien recortadas, de pequeña alzada, lustrosa y negra como el azabache, bien encasquillada, los corvejones ostentaban espléndidos aparejos; de largo cuello, ancas que conservaban su gallardía y esbeltez, las crines de la cola abundantes y resplandecientes. ¡Entonces, gancho!, de un solo respingo, sujetando con firmeza mi corvo, salté a un barranco de metro y medio, que estaba cubierto de chilcas y quiscos. ¡Usted comprenderá, como quedé de espinado por todas mis intimidades!,  desde allí comerse con la vista a observar el camino, cayéndoseme la baba de la boca. Cuando vi pasar a un misterioso jinete que llevaba una fusta en la mano, que golpeaba fuertemente a la bestia…, era el Diablo -no cabía la menor duda-, se paró a pocos metros de distancia y lo pude divisar claramente; quedándome espantado al verlo aparecer tan “ajisado”. ¡Gancho!, como se lo describo en este momento, con la faz enrojecida, asorochado, dando resoplidos de fatiga; flaco, alto, orejón; de ojos muy penetrantes y como si fuese  arrojando chispas.

»El  Malo, venía todo salpicado de sangre, de la cabeza a los pies, ¡Gancho!, yo con mi pañuelo  me enjugaba la copiosa transpiración que me inundaba el rostro. Pero el Mandinga me presenció y me miró con inquietud, dando a su terrible fisonomía la expresión más consternada y trágica que supo encontrar; comenzó a acercarse con ademanes solícitos, había recuperado el gesto soberbio de supremo “Príncipe de las Tinieblas”, sus grises pupilas frías e implacables querían parecer serenas, pero transparentaban cierta sórdida irritación. Me enderecé un tanto, indeciso, lo que me hizo oscilar sobre mis pies desnudos, castañeteando fuertemente mis dientes y, sin pensarlo dos veces, le arrojé a sus pies un crucifijo que me había entregado “La Pechita”.»

A medida que hablaba, se reanimaba el rostro del “Chato Guerra”: «¡Y no me va a creer lo que presencié! Un sordo estallido, una formidable explosión; lo hice retumbar al Matoco, lo zarandeé a mi regalado gusto. De súbito el aire se llenó de una fuerte luminosidad. ¡El Diablo había reventado por los aires! -incluida su mula  y sus  aperos-. Aquella masa obesa que detonó expulsaba un olor fuerte de carne carbonizada, era el cuerpo del Satán, sus indumentarias ya cristianizadas en cenizas se deshacían al más leve acercamiento; nunca me “viloté” del Mandinga, eso se lo digo muy claro; porque la zumba que le di no la va a olvidar nunca, y debe estarse a esta hora revolcando en su caldero…

»Cuando llegué al día siguiente al pueblo, y la luz desapareció entre sombras, y el día se convirtió en noche, me contaron que todos los andacollinos  se apilaron a las puertas y ventanas de sus ranchos, en su mayoría mujeres y niños, dirigiendo sus desorientados ojos a la distancia, presenciando llenos de espanto algo como la inesperada erupción de una caldera que se remontó en forma recta hasta una enorme elevación, bajo el cielo lleno de estrellas azules y serenas. Fue tal el grado de susto que les provocó este desafortunado acontecimiento, que se arrojaron en indefinido tropel hacia La Iglesia Chica, donde todo era desconcierto: los niños corrían de un lado para otro, aterrorizados, sin encontrar qué hacer, aquella soledad los sobrecogía y una angustia mortal oprimía sus corazones; entre tanto, las mujeres, frenéticas, tenían violentado el oratorio, sus lamentos enajenados imposibilitaban oír las plegarias de la gente  mayor,  que lo hacían con tanto fervor…

»¡Así me salvé aquella vez po´s, gancho!; pero hubieron distintas oportunidades en las que me anduvo trayendo muy cortito el bribón.  Fíjese que en otra ocasión, estando en “Los Balcones”, jugando en los  “Chiqueros” de las majadas, cerca de “La Yerba Loca”, donde los zancudos aguijonean más enérgicos que en otra parte -satisfechos de sangre, se licenciaban en sus embates,  arrojando de sus aletas y coseletes centelleos de joyerías-, resquebrajaron la calurosa atmósfera,  esfumándose como rehilete de oro en el azul generoso del cielo, cuya tersa limpieza no exigía el más remiendo de neblina…En ese justo momento, se me apareció en forma de un “Enano maldito”, ¡testarudo el animal!, no pudo disimular que era el Mandinga… ¡Yo cuando lo vi…!  ¡Ya mi espíritu me avisó!…Bueno, pero eso es “harina de otro costal”.  Yo no  flaqueé de ningún modo, puesto que soy bien practicante y creo firmemente en “La Sacra Real Majestad” de mi Virgencita  Morena de Andacollo, la que nunca me  abandonó, ni me abandonará…»

Y con la tranquilidad que le dan sus años de experiencia, “EL Guatón Gabriel” se santigua varias veces ante un escapulario de la “Chinita de Andacollo”, que llevaba en su pecho, mientras los vasos hacían su aparición, en una nueva ronda de cerveza hasta “enguatarnos”. Y mientras los vasos chocaban en el aire, yo ponía atención, entre entusiasta y suspicaz. Era un ir y venir de anécdotas de estos dos compañeros.

«Cuando algunas sombras se deslizaban lánguidamente a ras del suelo, y allá arriba cerca de los cerros de los balcones, sobrevolaban en el aire una bandada de grandes chonchones negros, yo me dirigía muy “enterado” desde Andacollo a Manganeso, por  el camino del Curque, porque había allí una “nombrá”. A la salida del villorrio, dejando muy atrás la casa de “Tachito”, me encontré con un hombre flaco que me silbó. Llevaba por “pilchas” una camisa blanca y en su pecho, cerquita del corazón, un “alfiler curado”; pantalón negro, un poncho al hombro, zapatos como de charol, lustrosos, de caña alta, con tela elástica en los costados. Luego de caminar un buen trecho cerquita mío, se decidió por  hablarme: “Ando buscando trabajo, vengo de la otra banda de la cordillera”, me dijo el “truchimán”. Yo, apresuradamente me saqué el  casco minero y el gorro de lana que llevaba y seguí “ten-con-ten”, ya que hay más posibilidad  de vencer a cualquier “panúo”, “un piedra azul”, e  “infrecuente”, que se aparezca de repente por ahí; con la mente constantemente fresca, para que no le pasen “Catas por loros”. Esta forma es común en mi pueblo, es signo de que uno es bien “bautizado”, y me desabroché algunos botones de mi cotón para que  en la oscuridad relumbrara intencionalmente el crucifijo y se viera el escapulario que llevaba. En aquellas montañas todo es precaución y a mi me lo enseñó muy bien “La Pechita”: “¡Debes llevar siempre estas religiosidades bien en orden hijo!”, me lo machacaba persistentemente; yo siempre le obedecí, porque las madres siempre tienen la razón y ellas nunca se equivocan, cuando se trata de darle un consejo a su hijo.

»Entretanto, el sol transitaba rápidamente a su ocaso. No me  olvidaré  nunca de esa compañía desconocida con la cual tropecé”, me dijo, el “Guatón Gabriel”, con sus ojos bien abiertos esa noche. “El gris de los cerros tomaba a cada instante tintes más sombríos, mi amigo. ¡El Diablo caminaba junto a mi!, llevaba un cuchillo con empuñadura engastada con perlas, diamantes, rubíes y toda clase de piedras preciosas y fileteados de oro en el cinto. Sin yo estar completamente seguro, ¡pensé que quizás al Mandinga le bajó la tentación de botarse a minero! Y encarrilando, encarrilando a Manganeso, iba junto a mí, sin yo buscarlo, ¡claro está! Para disimular la cosa, El Diablo transportaba a la espalda un costalito quintalero, Molino San Julio, como cualquier pirquinero de Andacollo.

»Para qué voy agregar más po´, mi amigo, se las traía bien ensayada el Marrullero. Yo no despegué jamás mi mano del crucifijo. ¡No me olvidaré nunca de aquel atardecer, cuando me dijo: “¡Amigo Gabriel, le vengo a  hacer compañía…!” ¡Madre mía!, musité yo;  ahí mismo me di cuenta claramente quién era mi asistente. Comencé a rezar en silencio, para que no se diera cuenta: “¡Ave María Purísima, Ave María Purísima! ¡Sin pecado concebida! ¡Porque es Madre de Cristo! ¡Porque es el hijo de Dios!  ¡Y La Santísima Trinidad! ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo! ¡Padre Nuestro, que estás en los cielos… Santificado sea tu nombre…!” Allí, “El Malo”,  percibió  mis intenciones, no me contestó mi rezo, porque no es nada de “asopado” y casi desposeído. Me echó la  “Choriá”, con su característica irritabilidad, que se convertía en la aplicación de gritos: “¡Basta, hombre, no seas descomedido, si lo único que yo  pretendo es ayudarte! Echar un “parrafito” contigo. ¿Qué le pasa, amigo Pizarro, tiene susto? ¿Ahora?… ¿Ahora le dio por ser tan rezadorcito?” Y terminó con sus acostumbradas amenazas prepotentes. »Como si fuese mi  gran amigo, el “confianzudo cachúo”, me siguió platicando impávido: “¡Ah!, con que te resistes a conversar conmigo. ¡Quiero hacer un trato contigo, se me antojó ofrecerte algunas cositas; sé que andas bastante  necesitado y yo te puedo echar una manito!” Y, con un rápido movimiento, me señaló con su mano huesuda un agujero lleno de oro que brillaba a lo lejos… Y  me conferenció haciendo “magancias”: “¡Esa mina que se encuentra a los pies  de aquel cerro, es pa` vos, tontón. Te va a convenir… claro está, si es que trabajas para mí… Por este  motivo te andaba buscando hace varios días, para regalarte esa mina… ¡Vamos hombre, tiene varios filones de muy buena ley!, serás muy rico, no tendrás nunca más privaciones…” De ahí en adelante la cosa se puso mala y nada bueno me presagiaba  esa noche, pensé.

»La Santísima Trinidad me guíe, repliqué, y nuevamente comencé a rezar: ¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! ¡Yo no necesito riquezas, me basta ser cristiano y creyente de “La Chinita de Andacollo” que me cubre con su manto… Y tengo como escudo mi crucifijo!, le grité bien fuerte; para que fuera entendiendo con quién se estaba “encarachando”. El Mandinga seguía “forondo”, tentándome: ‘¿Quién te viene a ofrecerte todo esto, Guatón?’ Ahí me dio toda la rabia. Tratarme de “Guatón”, el “Pingadilla”, y le contesté: “¡Mi Virgencita Morena, po’ pelotúo!” Y el Matoco  lanzó una risotada burlona, ja, ja, ja, ja.

»Entre  la oscuridad, se hacía notar el resplandor del oro a la distancia. El Diablo estaba perdiendo su batalla por el convencimiento mío, y se le percibía a la legua su desagrado, aunque lo fingían sus ojos descomunales -lanzaban chispitas desde sus interiores, como brasas de carbón de litre, chisporroteando luminosidad-, me codeaba, y yo con el crucifijo entre mis manos, no lo soltaba  ni por “siacaso”; con ésto lo seguía manteniendo a raya, de eso yo estaba completamente seguro. De repente se me iluminó la “mollera” y me acordé  milagrosamente que llevaba una botellita con una “cuarta” de agua bendita, que me habían encargado unos familiares de la quebrada de Manganesos. Metí mi mano cuidadosamente en el morral y la toqué con mis dedos, la aprisioné anheladamente y comencé a sacarla lentamente para que el Mandinga no se diera cuenta. ‘¡Hombre precavido, vale por dos!’, me dije. En la oscuridad de esa noche, con la sola claridad que desprendían los dientes de oro  del “Matoco”, de un  santiamén saqué definitivamente la botellita liberadora y la destapé… Ya con el agua bendita en mi mano, le grité al Mandinga: “¡Ven, ahora, si soy tan hombre, si soy tan “agallao”, que te voy a bautizar!’ Y volví a repetir: ‘¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Amén!”

»Confiado estaba yo, cuando lo vi retroceder. Ya lo notaba medio “entelenque”, pero no se daba por rendido el mal intencionado, y en ese preciso momento, mi amigo, le tiré con tan buena suerte y puntería, que la botellita prodigiosa se quebró justo a sus pies y roció al “Mandinga”, dándole un ataque de convulsiones, saltando más alto que Gaucho con boleadoras, y reventó, desprendiendo  un haz de luz agudo que me dejó  ciego por mucho rato…»

“El Chato Guerra”, esa misma noche me secreteó que en cierta ocasión, con su hermano “El Guatón Pizarro”, se  introdujo en el “Túnel, El Socorro”. La  mina abandonada, en los trescientos cincuenta  metros de largo, era toda paz y silencio, no se sentía otro ruido que el sordo y acompasado transitar de nuestros gruesos zapatos claveteados; nos alejábamos, penetrando en la galería que por su elevación nos permitía andar erguidos, sin arquearnos; la oscuridad crecía, quedando desde la superficie a una profundidad no menor de doscientos cincuenta metros.

Muy pronto sentimos latidos en las sienes y zumbidos en nuestros oídos, solamente  destellaban las dos lamparillas que transportábamos, cuyas fosforescencias, opalinas y  purpúreas resplandecían, fulguraban a ratos con el creciente ímpetu del carburo, ciñendo la noche del agujero. Se veían a la luz de las luminarias trozos de maderas de revestimientos, rieles, ropas, bototos y mangos de herramientas abandonadas en los alrededores de los muros, en los cuales se delineaban resquicios más negruscos aún, de infaustos desfiladeros.

Sumergidos ya en el útero mismo de la tierra, entre las sombras predecesoras de la incertidumbre, buscábamos la veta aterrada. Cuando ya estábamos a punto de encontrarla, se sintió un rumor sordo, chirridos  de ruedas, voces  indefinidas, crujidos secos,  quejidos; pero, de repente, surgieron  unos gritos mucho más desgarradores y pavorosos de un ser humano -cosa mala, me dije-, como si se viniese costaleando cuesta abajo, chocando con las puntas filosas de las paredes, dando cabezadas por la “buitra”; los chillidos eran tan escabrosos, que llenaban la compacta cripta del “Túnel, El Socorro”, y de un instante a otro, todo quedó otra vez en silencio. La incertidumbre se circunscribía al círculo de la luz, en una pequeñísima área, tras la cual nuestros cuerpos petrificados estaban persistentemente en vigilia, rápidos a adelantar o recular y decididamente emprendimos la tirada veloz, como almas que se las lleva el Diablo.

Comencé a sudar en forma abundante, y me comenzó a correr  un líquido abrigador por entremedio de mis piernas; y  observaba con el rabillo del ojo al  “Guatón”, que  se encontraba en las mismas circunstancias.

Sin mediar palabras, en un rapto de delirio y “julepe”,  arrojé la lámpara contra el muro, donde se hizo mil pedazos,  quedando estupidamente aún más en oscuras. Empezamos a subir sin cruzar señales o palabras y menos atrevernos a mirar hacia atrás; pálidos como la niebla espesa, como  la Luna que  brillaba a lo lejos en  las noches de Andacollo.

Al llegar a la compuerta, nos percatamos que  ésta se encontraba con una aldaba, cerrando nuestros pasos, liquidando toda iniciativa de huída; retemblábamos  como las hojas de otoño en el árbol, y nuestros “guargüeros” apretados, negándonos toda posibilidad de emitir algún sonido gutural. En esas terroríficas circunstancias -en ese mismísimo lugar-, nos faldeamos, quedando “embetunados hasta las patas” y tuvimos que limpiarnos con unos gangochos que se encontraban tirados en el suelo…

“¡Dios tenga misericordia de nosotros y nos ayude en este trance!”, invocó “Chato Guerra”; porque se asustó de tal manera, al ver al “Guatón Gabriel” con el  semblante lívido y su mirada avergonzada.

“El Chato Guerra”, siguió proporcionándome meticulosos pormenores sobre el mencionado asunto: «Esperamos hasta el amanecer de un relumbrante nuevo día, para que alguien se compadeciera de nosotros y  abriera el candado del portón de ingreso. A  la salida, el olor que desprendíamos ambos, no era precisamente de azufre, era un hedor fermentado, más penetrante y putrefacto, que nos acompañó por varios días, de modo que nadie en el pueblo quería juntarse con nosotros…

»Así es, por tanto, mi privilegiado amigo: ¡El diablo existe!,  está en todas partes, aquí mismo en el país; en nuestras  ciudades, se pasea presuntuoso, como pavo real. Está en todo tipo de instigación que atormente a los pirquineros  más necesitados, niños y mujeres desvalidos; nuestros viejos mineros, que son seres extraordinarios y nobles, los más elevados dentro del concepto humano, que sufren la soledad más intensa de sus años de vejez. Ellos son gente buena. ¡Yo lo sé!; solidarias, amistosas, porque sus rostros no tienen nada que ocultar.

»He pensado siempre que los verdaderos trabajadores de las minas, no quieren explotar el mundo de la minería para sí, como todos los egoístas, sino para el bien de todos; lo que nos muestra claramente su generosidad,  que son  los únicos misericordiosos y creyentes que resisten los convites del “Mandinga”. Otros, perversos -que los hay muchos-, ocupan puestos que los encandilan, hasta no decir basta, la acogen con soberbia…, y desde ese minuto sus existencias son para siempre un infierno en vida… Eso, Gancho, no lo queremos nosotros los andacollinos, por lo tanto, se lo digo sin rodeos y enfáticamente.

»¡Si Dios quiere darme riquezas, ya sabe donde vivo; lo que es yo, no la ambiciono y no la persigo nunca más! »

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