Pablo Neruda : Confieso que he vivido

06 abril 2011

Confieso que he vivido son las memorias escritas en una bellísima prosa por el insurrecto poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973). Publicadas póstumamente en 1974, en ellas podemos comprobar la unión indisoluble que existió entre las experiencias vitales del poeta y su obra literaria, siendo estas memorias por tanto un material indispensable para entender y profundizar en su poesía.
Neruda consigue trasladar al lector de este libro en un viaje a través del mundo. Un viaje que comienza con las lluvias australes y la exuberante naturaleza araucana de su far west chileno y que finaliza con la narración que realiza pasados tres días de los fatales acontecimientos que tuvieron lugar en Chile el 11 de septiembre de 1973, el asesinato de su entrañable camarada y amigo Salvador Allende.
En el camino, Pablo Neruda nos lleva de la mano a través de exóticas regiones orientales. De la noche de Shangai nos dice: “las ciudades de mala reputación atraen como mujeres venenosas”. Realizando funciones como diplomático también visitará Japón, Ceilán, Singapur, Batavia y la India colonial. Especialmente interesante me parece la opinión que nos da a cerca de las filosofías orientales que en aquel entonces comenzaban a ponerse de moda en las distinguidas sociedades occidentales:

Todo el esoterismo filosófico de los países orientales, confrontado con la vida real, se revelaba como un subproducto de la inquietud, de la neurosis, de la desorientación y del oportunismo occidentales; es decir, de la crisis de principios del capitalismo. En la India no había por aquellos años muchos sitios para las contemplaciones del ombligo profundo. Una vida de brutales exigencias materiales [...] imprimían a la vida una gran ferocidad en la que los reflejos místicos desaparecían.

Casi siempre los núcleos teosóficos eran dirigidos por aventureros occidentales [...]. Entre ellos había gente de buena fe, pero la generalidad explotaba un mercado barato donde se vendían, al por mayor, amuletos y fetiches exóticos, envueltos en pacotilla metafísica. Esa gente se llenaba la boca con el Drama y el Yoga. Les encantaba la gimnasia religiosa impregnada de vacío y palabrería.

En Argentina conoce a uno de sus grandes amigos, Federico García Lorca.

En España, la Guerra Civil transformará para siempre su poesía, imprimiendo en ella un carácter combativo y utilitario, al servicio de la causa comunista. Conocerá también a los poetas del 27 y al joven militante Miguel Hernández.

En Elegí un camino nos dice:

Los grupos anarcos se multiplicaban pintorescamente en Madrid mientras la población acudía al frente de batalla. Los anarquistas habían pintado tranvías y autobuses, la mitad roja y la mitad amarilla. Con sus largas melenas y barbas, collares y pulseras de balas, protagonizaban el carnaval agónico de España. Vi a varios de ellos calzando zapatos emblemáticos, la mitad de cuero rojo y la otra de cuero negro [...]. Y no se crea que eran una farándula inofensiva. Cada uno llevaba cuchillos, pistolones descomunales, rifles y carabinas. Por lo general se situaban a las puertas principales de los edificios, en grupos que fumaban y escupían, haciendo ostentación de su armamento. Su principal preocupación era cobrar las rentas a los aterrorizados inquilinos. O bien hacerlos renunciar voluntariamente a sus alhajas, anillos y relojes. [...]

Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid, los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas.

Después de la guerra española, desde su puesto de diplomático en París, ayudará a los exiliados republicanos a refugiarse en Chile enfrentándose incluso al presidente chileno.

Durante su estancia en México conoce entre otros a los excéntricos pintores José Clemente Orozco y Diego Ribera y queda fascinado por la magia y los misterios de este país:

Cuando decidí regresar a mi país comprendía menos a vida mexicana que cuando llegué a México.

[En México] Todo podía pasar, todo pasaba. El único diario de la oposición era subvencionado por el gobierno. Era la democracia más dictatorial que pueda concebirse.

Ya en su madurez visita países como la URSS, China, Armenia, Venezuela o Cuba.

Especial interés, quizás por lo paradójico, tiene el relato titulado Fidel Castro:

Dos semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas por una corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo venezolanos la ayuda que le habían prestado.

[...] Fidel habló cuatro horas seguidas en la plaza de El Silencio, corazón de Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin chistar aquel largo discurso. Para mi, como para muchos otros, los discursos de Fidel han sido una revelación. Oyéndolo hablar en aquella multitud comprendí que una época nueva había comenzado para América Latina. Me gustó la novedad de su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas cuyo contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la repetición. Fidel no se daba por enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era natural y didáctico. Parecía que el mismo iba aprendiendo mientras hablaba y enseñaba.

El libro se cierra con el relato Allende. Escrito tan sólo tres días después del asesinato del presidente chileno y nueve días antes de la muerte del propio poeta:

[...] Jamás en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al presidente de Chile los delegados de todo el mundo. Aquí, en Chile, se estaba construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra soberanía. De nuestro lado estaban la constitución y la ley, la democracia y la esperanza.

Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados. [...]

Chile tiene muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende. [...] Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.

Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. [...] En ambos casos los militares hicieron la jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.

[...] Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que ha sido publicada en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la república de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón, envuelto en humo y llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.

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